martes, 15 de septiembre de 2015

RAÍCES

Hoy día 15 de septiembre los cántabros, o montañeses como nos llamaban hace años, celebramos la fiesta de la Bien Aparecida, patrona de nuestra Comunidad Autónoma. En homenaje a este día, me gustaría compartir este artículo que escribí para la revista Sede dedicada a la Tierra. Se titula "Raíces" porque me siento muy orgullosa de las mías.



Siempre he escuchado decir a mi madre que solo envejece quien quiere y que lo que se arruga y desgasta es la parte física, nunca el espíritu. Ella está convencida de que se puede llegar a los noventa años con el ánimo e ilusión de una persona de veinte, puesto que solo es cuestión de voluntad. Bueno... de voluntad y de suerte, le corrijo yo. Creo que tiene buena parte de razón, pero que no solo depende de uno mismo, sino también de los golpes que pueda depararle el destino. Pero, aunque nos neguemos a envejecer y nos empeñemos en mantener el espíritu joven, con el paso de los años vamos cambiando de parecer y hay una serie de señales que nos indican sin lugar a dudas que nos estamos haciendo "mayores" (lo pondré entrecomillado para que no se ofenda nadie).

Una de esas señales es que poco a poco vamos perdiendo el pudor en muchos aspectos. En la adolescencia muchas veces nos llenamos de complejos absurdos y la timidez nos impide mostrarnos tal cual somos. Ese estado nos dura bastante tiempo. Nos preocupa el qué dirán, tenemos mil prejuicios hacia los demás e incluso hacia nosotros mismos. Y nos privamos de cosas que nos gustaría hacer simplemente por el temor a que no sea aceptado por los que nos rodean. A medida que pasa el tiempo y nos percatamos de la velocidad a la que lo hace, empezamos a darnos cuenta de que la vida no es tan larga como debiera y que estamos perdiendo un tiempo que no nos sobra para nada. De ahí que nos desinhibamos y que empiece a darnos igual lo que piensen o digan de uno. Buscamos una felicidad que nunca es completa y disfrutamos a sorbitos. Y esos sorbitos, cuanto mayores vamos siendo, más deliciosos nos resultan.

Otra señal inequívoca de que ya no somos tan niños es cuando comprobamos día a día que la mayoría de los actores, deportistas y personajes varios del mundo de la televisión son más jóvenes que nosotros mismos. ¡¡Y qué mal sienta eso, joder!! Encima de que son más guapos, más ricos y triunfan en todo, ENCIMA, son más jóvenes y tienen toda la vida por delante para seguir disfrutando. Entonces echas la vista atrás y recuerdas cuando veías con tu padre los partidos de fútbol de los domingos y los futbolistas te parecían muuuuuy mayores para ti (aunque los veías muy guapos y te enamorabas de alguno platónicamente). Pasado el tiempo, igual ya no te gusta el fútbol aunque sí te siguen gustando los futbolistas. Eso sí, ya no piensas que son muy mayores para ti. Más bien te regañas llamándote a ti misma asaltacunas. ¿Tanto tiempo ha pasado desde que veía los partidos con mi padre? Te parece increíble.

No sé si a todos nos pasa igual, pero yo también he observado que con el paso del tiempo, las personas ancianas cada vez me producen más ternura. Intuyo que es otro efecto de ir cumpliendo años. Cuando somos niños, nos parece que jamás vamos a envejecer o que como mínimo, eso nos queda muy lejos.

Y a mi parecer, la mayor señal de todas de que nos hacemos mayores es que sentimos cada vez más arraigo a lo nuestro, a nuestra tierra. A nuestra TIERRA en sentido amplio. Nuestras costumbres, nuestras tradiciones, nuestro folclore, nuestros símbolos. Es como si quisiéramos aferrarnos a esta vida que ya somos conscientes de que no va a ser eterna ni tan larga como nos gustaría. Y al igual que un árbol echa raíces profundas para nutrirse de la tierra y sobrevivir, nosotros nos afianzamos también a nuestras raíces, aunque sea en sentido figurado.

No sé. Igual solo me pasa a mí. Pero recuerdo cuando era niña y estábamos en Fiestas que me resultaba un tostón tragarme la actuación de la Agrupación de Danzas de No Sé Qué Pueblo de Allá Arriba con mis padres, esperando a que terminasen de cantar o bailar o ambas cosas para que me llevasen a subir a los cachivaches. Y me preguntaba cómo era posible que les gustase eso, desesperada, mirando un reloj cuya aguja parecía no avanzar. ¿Qué ha cambiado en mi vida, o en mis gustos, para que ahora me entre esa especie de emoción cuando escucho el pito y el tambor, por ejemplo? No sé qué es pero algo se me remueve por dentro. Y yo lo achaco a que me siento más cántabra con el paso de los años.

Me sucede con todo lo que tiene que ver con esta tierra. O mejor dicho, tierruca. Porque también reivindico ese modo de hablar tan peculiar que tenemos los cántabros. Esa terminación en -uco, -uca, que de niños puede resultarnos hasta ridícula y que yo no recuerdo utilizar entonces tan comúnmente como lo hago ahora. Me involucro más en las costumbres, me intereso más por las fiestas populares, algunas ancestrales, como La Vijanera, por ejemplo. Me intereso cada vez más por la historia de nuestro pueblo. El último al que conquistaron los romanos, por cierto. ¡Y bien que les costó! Me enorgullezco de nuestros paisanos célebres en todos los ámbitos: Arte, deporte, literatura... Aunque reconozco haber sufrido lo indecible hace años cuando en el instituto me obligaron a leer "Peñas Arriba" de Jose María de Pereda. Ufff... tanta descripción de nuestros preciosos paisajes verdes terminó por desesperarme en su momento. Cierto es que tenía entonces quince o dieciséis años y a esa edad aún no hemos echado las raíces que comentaba al principio y somos incapaces de valorar muchas cosas. 

Sucede con todo.  Nuestra gastronomía, por ejemplo. ¿Qué cántabro no ha viajado con la maleta llena de sobaos para obsequiar a alguien? O quien dice sobaos dice quesadas o anchoas. Al más puro estilo Revilla, vamos. Y porque no podemos llevar un cocido lebaniego o montañés, que si no... Y el alarde que hacemos de nuestra riqueza paisajística. De nuestros valles tan verdes con las "pindias" cuestas que los pasiegos saltan manteniendo tan antigua tradición. Nuestras preciosas playas, modeladas por un mar que si bien no llega a océano no por ello es menos bravo. Nuestra amplia variedad de árboles singulares. Y qué decir de tantos pueblos bellos, imposibles de enumerar en un solo texto. Me vienen a la cabeza algunos tan significativos como Santillana del Mar, Comillas, Liérganes, Carmona... ¡POTES! Mi debilidad, que para llegar a él hay que atravesar el desfiladero de La Hermida y que, aunque pases mil veces, las mil te deja boquiabierto.

No lo puedo negar. Mi tierra me tira cada vez más. O como diría el mismo carismático presidente de la Comunidad que ya nombré anteriormente, "Cantabria me pone". Frase que se ha puesto de moda y que pasa a engrosar la amplia lista de "palabrucas" o expresiones cántabras que hemos ido acumulando a lo largo de los años. Por eso, tras pasar una temporada fuera de mi tierra disfrutando del sol que a menudo nos falta, vuelvo con "sincio" de lluvia fresquita y a veces hasta estoy deseando "cogerme una chupa" en un "prao" y acabar hecha un "bardal".

La tierra me tira. Mi tierra. Mi tierruca.



martes, 8 de septiembre de 2015

EL SENTIDO DE LA VIDA

Hoy me gustaría publicar aquí un relato que escribí hace ya unos cuantos años y que es uno de mis preferidos. El título puede dar lugar a confusión al sonar un tanto filosófico, pero os aseguro que no lo es en absoluto.
 Recuerdo que se me ocurrió la historia una tarde de invierno fría y lluviosa que estaba aburrida frente al ordenador y en determinado momento tuve una experiencia "Déjà Vu", algo que de vez en cuando creo que nos sucede a todos, pero que en esa ocasión me llevó a preguntarme las causas que pueden explicar ese extraño fenómeno. Indagando en ello, comprobé que no todos los expertos en asuntos psiquiátricos y neurológicos se ponían de acuerdo a la hora de darle una explicación y me resultó tan intrigante que me dejé llevar por la imaginación para darle la mía propia. Éste es el resultado y espero que os guste leerlo:



El día había empezado mal desde el principio: me desperté con la desagradable sensación de haber soñado algo triste ó angustioso, aunque no lograba recordar exactamente en qué consistía esa pesadilla. De hecho, cuando abrí los ojos al escuchar el sonido del despertador no tenía idea de qué día era, ni qué planes tenía para esa mañana. Pero algo debía tener previsto cuando había programado despertarme a las siete de la mañana de un sábado, con lo condenadamente dormilona que soy. Y más en esos momentos, que llevaba dos meses sin trabajar y aprovechando a dormir todo lo que mis diecinueve años anteriores de jornadas intensivas en mi antiguo empleo me habían impedido.

Me obligué a incorporarme y a desprenderme  del caluroso abrazo de mi edredón nórdico, haciendo grandes esfuerzos por centrarme en lo que me deparaba el futuro inmediato, pero aún tardé unos segundos más en recordar que esa noche era la dichosa cena de antiguos alumnos de mi colegio y a la que me había comprometido a asistir tras la insistencia de la pesada de Elvira, que podía llegar a ser muy persuasiva a base de machacar hasta cansarte y agotar tus energías para negarte a sus intereses.

-Pero, ¿cómo no vas a ir, Inés? Venga, mujer, no seas “rara”, seguro que lo pasamos muy bien, ya verás…- (tenía la extraña habilidad de hacerme sentir “rara”, como ella decía, cada vez que le contradecía en algo).- Además… últimamente estás deprimida con lo que te ha pasado en la empresa y necesitas distraerte.

Y con esa sencilla frase dejó zanjada la cuestión de nuestra asistencia al evento y de paso dejó patente que yo estaba deprimida. ¡Hala! No sé para qué estudian los psicólogos cuatro ó cinco años de carrera, si una cajera de Hipercor hacía los diagnósticos por ellos en apenas cinco minutos de conversación.

Yo no sé si realmente estaba deprimida como ella afirmaba, pero sí tenía que reconocer que muy bien de estado de ánimo no andaba últimamente. Hacía un año que me había divorciado de Carlos y la relación entre ambos había quedado bastante deteriorada, como consecuencia de la crispación de los dos que nos hacía saltar a la primera de cambio. Pero lo que más me había afectado sin duda era lo que “me había pasado con la empresa”, como tan sutilmente me había recordado Elvira.
Diecinueve años. Habían sido diecinueve agotadores años de jornadas maratonianas en aquella multinacional a la que con tanta ilusión había entrado a trabajar recién licenciada en la facultad de Ciencias Económicas de mi ciudad. “¡Qué suerte has tenido!”, me decía mi familia. “Un buen empleo en una multinacional sin tener que trasladarte a vivir a otro lugar… ¡eso no le sucede a casi nadie!”. Y yo pensaba, aunque no lo decía en voz alta, que tampoco sucede habitualmente que un estudiante termine la carrera con un expediente académico tan sobresaliente como el mío.

Al principio el entusiasmo por lo que había conseguido me hacía ver solo la parte positiva de las cosas: tenía un sueldo magnífico con el que pude comprarme un bonito piso céntrico que había podido amueblar a capricho con la decoración más vanguardista y los electrodomésticos más modernos y funcionales. Además, a Carlos también le iba muy bien en la empresa de su familia y realmente teníamos un nivel de vida envidiable en lo económico y “social”. Pero quienes envidiaban esa vida mía no pensaban en  la cantidad de cosas a las que yo como mujer estaba renunciando por mantener ese estatus. Y yo en aquel entonces tampoco lo veía, claro está. Ahora, con cuarenta y dos años, con una relación rota, sola y, sobre todo, sin haber sido madre, era cuando me daba cuenta de que la calidad de vida no es solamente el gozar de buena salud,  el dinero que ganas y las cosas que puedes comprar con ello. A veces la calidad de vida son pequeñas cosas cotidianas a las que no solemos dar valor cuando las tenemos y sin embargo, sí las extrañamos cuando las perdemos. Yo en estos momentos envidiaba a mi amiga Elvira, cajera de un hipermercado, con un sueldo mileurista, un marido que le adoraba y una niña preciosa que me llenaba de añoranza cada vez que recordaba la ilusión que teníamos Carlos y yo por ser padres, al poco de casarnos.

Pero, claro, trabajando tantas horas no quería tener un hijo para no poder disfrutar de él. Así que decidimos posponerlo para “un poco más adelante”, cuando pudiera pedir una reducción de jornada y dedicarme a su cuidado. El problema fue que lejos de ir las cosas a mejor, fueron a peor: la crisis económica, la globalización… La empresa cada vez exigía más tiempo de los empleados de “nivel”, empezaron los viajes de negocios, las jornadas cada vez más amplias para abarcar todo el trabajo acumulado, los cada vez menos disfrutados fines de semana porque me llevaba trabajo a casa que no me daba tiempo a terminar en la oficina… Estaba tan dedicada a la empresa que vivía para ella. Cuando quise darme cuenta ya no tenía vida propia, la relación con Carlos se había enfriado porque no teníamos tiempo ni de hablar el uno con el otro, y no quisimos ó no pudimos ó no supimos recuperar lo perdido. Guardamos las apariencias durante un tiempo, pero fue irremediable que terminásemos separándonos.

Me quedé con el piso, puesto que yo lo había comprado de soltera y estaba a mi nombre. Ahora seguía teniendo un buen nivel de vida, pero estaba sola, así que me centré más aún en mi trabajo, pensando que era lo mejor que había sabido hacer en la vida. Me llenaba de orgullo el pensar que era una de las mejores en lo mío, en lo profesional… ¡qué ingenua! Esa mañana  de sábado previa a la dichosa cena de antiguos alumnos de mi colegio, pensaba con amargura que había renunciado a una vida real de mujer por una vida ficticia de “trabajadora ejemplar”. Y total, ¿para qué? ¿Había valido la pena?

Me dirigí a la cocina, directamente a la cafetera, en busca de esa taza de café que me ponía en funcionamiento cada mañana, esperando que la desagradable sensación que seguía teniendo aún relacionada con algo que debía haber soñado desapareciese de una vez. No tenía demasiado apetito, así que me limité a tomarme el café con leche, sin las galletas con que suelo acompañarlo. Me maldije a mí misma por haber dejado que Elvira me convenciese para asistir a la cena. Sí debía estar deprimida, después de todo, porque lo cierto es que no me apetecía hablar absolutamente con nadie. Allí estarían mis ex-compañeros de primaria, más viejos, más gordos y más calvos ellos, más viejas, más gordas y con las tetas más caídas ellas… empezarían a contar lo bien que les había ido en la vida, lo felices que vivían en su bien avenida vida conyugal y con sus trabajos, sacarían las fotos de sus hijos (¿has visto qué guapos son?) enseñándoselas unos a otros… Y yo… Inés Bárcena, la más lista de la clase, la de mejores notas, más vieja, más gorda y con las tetas más caídas, ¿qué iba a contar? ¿que renuncié a esos hijos por un maravilloso puesto laboral que me absorbía por completo? ¿que perdí mi matrimonio por no saber darle la importancia que merecía? ¿que la junta directiva de mi empresa me había “invitado” sutilmente a marcharme porque según ellos era evidente que había perdido el entusiasmo por lo que hacía y mi puesto requería de alguien dinámico y con grandes aspiraciones? ¡Claro que sí! Otra recién licenciada tan ilusa y dispuesta a entregarles su vida a ellos como había sido yo hace diecinueve años, cuando había tenido tanta suerte, según todos mis amigos y familiares.
Así me sentía, frustrada por completo, esa mañana de sábado previa a la dichosa cena de antiguos alumnos de mi colegio.

Tampoco la ducha que me di a continuación contribuyó a ahuyentar ese mal presagio que me envolvía aquella mañana. Mientras dejaba caer sobre mí el agua caliente traté de relajarme y organizar el resto del día. Había madrugado tanto porque tenía que hacer un par de cosas necesariamente antes de mediodía: ir a la peluquería, que no abría por la tarde, y pasar la I.T.V. de mi coche, que, como siempre, lo había dejado para el último día. Pensé también que si me sobraba tiempo podía ir de compras. Había visto un vestido en un escaparate hacía un par de días que me gustaba bastante, así que decidí pasar y probármelo. Si me quedaba bien, lo estrenaría esa noche. Bastante patética me parecía ya mi vida, como para encima ir sin arreglarme. No podría presumir mostrando las fotos de mis hijos, así que trataría de compensarlo con un vestido caro y una presencia impecable. Inés Bárcena con su BMW y ropa de marca. Estatus, fachada, fingida felicidad.

A las ocho y media ya estaba en el garaje tratando de arrancar mi coche, pero fue imposible. La batería eligió esa mañana de sábado para jubilarse. Por eso digo que el día había empezado mal desde el principio. Además de irritarme al comprobar que tras cinco ó seis intentos el motor no se ponía en marcha, tuve la extraña sensación de que ya había vivido ese momento. Me duró apenas unos segundos, pero lo sentí muy real, como si se estuvieran repitiendo esos instantes en que yo trataba infructuosamente de arrancar mi coche paso a paso, exactamente igual que en otra ocasión. El mismo garaje, el mismo coche, la misma chaqueta que yo había colocado con el bolso en el asiento del copiloto… era todo como si ya me hubiera pasado antes. Pero curiosamente, yo no recordaba que el BMW me hubiese dejado tirada jamás. Dejé de pensar en ello mientras sacaba el teléfono del bolso para llamar al taller mecánico y entonces se me quitó esa sensación extraña. Afortunadamente, no tardaron demasiado en enviar a un mecánico que me cambió la batería y aún me dio tiempo a pasar la revisión al coche antes de ir a la peluquería.

Salí de allí a la hora de comer, más peinada que de costumbre y con mechas, porque Silvia, la peluquera, se empeñó en cambiarme un poco el aspecto.
-Ya verás qué guapa te vas a ver… -decía- que ya es hora de que salgas una noche, chica… - enseguida comprendí que Elvira había pasado por allí antes, porque Silvia sabía todo lo referente a la cena: dónde era, quienes iban a asistir, etc, etc... - ¿Quién sabe? Igual conoces a alguien interesante…

Creo que se calló porque puse mal gesto y lo captó por el espejo, pero, ¡leches, me fastidiaba muchísimo que todo el mundo me insinuase continuamente que tenía que volver a iniciar una relación de pareja!. ¿Por qué no se metían en sus asuntos, si yo no pedía consejo a nadie? Äsí que para no discutir me puse a mirar una revista de viajes que tenía por allí a mano, mientras la peluquera terminaba de secarme el pelo. Me entretuve pasando las hojas y mirando fotografías de hermosos lugares del mundo, sin prestar demasiada atención, hasta que me detuve en un reportaje que hablaba sobre Buenos Aires. No sé por qué, siempre me había llamado la atención todo lo relacionado con Argentina. Era un país al que siempre había deseado viajar, pero por una causa ó por otra nunca había encontrado el momento. Me gustaba la forma de ser de los argentinos, su acento, su cine, su música y su cultura en general. Había leído mucho sobre la historia de Argentina, conocía buena parte  de la obra de sus escritores, me apasionaban sus actores y directores de cine e incluso había ido durante un tiempo a una escuela de baile a aprender a bailar el tango, que me encantaba. Pero  al cabo de unas semanas desistí con dolor de mi corazón porque, a pesar de mi empeño e interés, mis habilidades como bailarina eran escasas por no decir nulas. Estaba distraída, pensando en ello, cuando Silvia me despertó diciéndome que ya había terminado.

Volví a casa a comer un poco de puré de verduras que me había sobrado del día anterior y me freí unas croquetas de jamón que tenía congeladas. Después de tomar algo de fruta y un café solo, recogí la cocina, puse el lavavajillas y fregué el suelo. Puse la calefacción, porque las temperaturas a últimos de noviembre ya eran bastante bajas y se notaba frío en casa, y me senté en el sofá a leer un rato la novela que tenía empezada. Creo que me quedé dormida unos minutos, ó al menos adormilada, porque de nuevo me volvió la sensación de angustia ó tristeza que había tenido al despertar por la mañana. Era como si tuviese la impresión de haber soñado que se había muerto alguien cercano a mí, pero era imposible concretar más. No eran recuerdos de una pesadilla, ni siquiera sabía si era una pesadilla ó eran pensamientos… era algo que me producía inquietud. Pensé que todo se debía a las pocas ganas que tenía de salir esa noche de cena y que por eso llevaba el día tan raro y tan mal, así que me levanté del sofá y decidí salir a comprarme el vestido famoso del que me había acordado en la ducha. Así al menos me distraería pensando en otra cosa. La ropa era uno de mis únicos vicios. Siempre había sido muy presumida y coqueta y me gustaba ir bien arregladita. Elvira la “psicóloga” siempre decía que había dos remedios contra la depresión en las mujeres: comer chocolate e ir de tiendas. Esa tarde me decanté por la segunda.

Me gustó cómo me quedaba el vestido, así que lo compré junto con un foulard, unos zapatos y un bolso, todo de firma y carísimo. Eso hizo que me apeteciese un poquito más ir a la cena. Estaba segura de que iba a impresionar a mis antiguos compañeros del colegio. Diría que me iba genial, que estaba encantada de la vida y que había dejado la multinacional porque ya me aburría de hacer siempre lo mismo y tenía proyectos para el futuro. Total, les iba a ver esa noche y después cada uno iba a continuar con su vida y no iban a saber más de mí, así que no pensaba confesar lo que realmente sentía: frustración, rabia e impotencia. Fachada… estatus… Inés Bárcena la economista que había llegado tan lejos.

El resto de la tarde pasó rápidamente. Acababa de llegar a casa con mis bolsas de nuevas adquisiciones cuando sonó mi teléfono móvil. Tardé un poco en encontrarlo al fondo del bolso entre mil cosas inútiles que llevo siempre, pero antes de abrirle ya sabía que quien llamaba era Elvira, para quedar conmigo para ir juntas a la cena. Al empezar a hablar con ella y por segunda vez en el día, tuve la sensación de que se estaba repitiendo ese momento. Era como si supiera de antemano todo lo que ella iba a decirme. Tuve esa impresión durante toda la conversación que mantuvimos, incluso cuando me pidió consejo porque no sabía si llevar el vestido azul que le regalé yo por su cumpleaños ó el traje de chaqueta y pantalón negro que decía que le hacía más delgada. Le contesté mecánicamente que le quedaba mejor el vestido, mientras trataba de recordar cuándo habíamos hablado por teléfono sobre ese mismo tema, pero no me vino a la cabeza, así que tras acordar con ella que pasaría a buscarle a las ocho y media, colgué el teléfono y me olvidé del asunto.

A las ocho y media en punto llegaba al portal de mi amiga, quien ya estaba esperando en la acera con su traje de pantalón negro. Sonreí para mis adentros, porque Elvira era una indecisa. Pedía la opinión a los demás absolutamente para todo lo que se proponía hacer, hasta para los temas más irrelevantes. Pero después hacía lo que le daba la gana, que era, normalmente, justo lo contrario que se le había aconsejado. Al entrar al coche, y como si me estuviese leyendo el pensamiento, me dijo:
 --No es que no me guste el vestido que me regalaste, Inés, pero… es que me estoy poniendo como una foca y el negro me hace más delgada.

Le aseguré que no estaba engordando tanto, que eran suposiciones suyas y que estaba muy guapa. Después no pude decir más, porque no paró de hablar en todo el trayecto hasta el restaurante. Habíamos quedado a las nueve con los demás y , aunque llegamos diez minutos antes de la hora, no fuimos las primeras. Allí estaban ya algunos de nuestros ex—compañeros: Ana Ruiz, Alfredo Landeras, Guillermo Cabeza y Rosa Pérez, que nos saludaron efusivamente. Mientras charlábamos tomando unas cañas, fue llegando el resto del grupo. En total éramos catorce personas las que había podido reunir Alfredo, que había sido el artífice de la cita. Nos comentó que no había podido localizar a otros cuatro, porque al parecer se habían ido a vivir al extranjero, y que los seis restantes no habían confirmado su asistencia por diversos motivos.

Comprobé que el transcurrir del tiempo había sido más benévolo con unos que con otros. Eso pasa en todos los aspectos de la vida. Hay quien tiene más suerte, más dinero ó más salud que otros, y hay para quienes el destino depara más castigo ó dolor. He aprendido que eso se refleja en el semblante, en el aspecto más ó menos envejecido, y, sobre todo, en la mirada. Pensé en ello mientras hablaba con Nuria Ortiz, que había sido muy amiga mía de la infancia aunque después habíamos perdido el contacto, como sucede la mayoría de las veces. Ella había dejado de estudiar muy pronto, sin terminar el bachillerato. Me contó que había empezado a trabajar como dependienta de una panadería muy jovencita, porque no le gustaban los libros. Y también me explicó que no había tenido demasiada suerte en la vida. Se casó embarazada, antes de cumplir los dieciocho, y su matrimonio, por otra parte forzado, nunca había funcionado bien. El que fue su marido era tan joven como ella cuando tuvieron a su hija, pero nunca maduró lo suficiente, según me dijo. Ella se quejaba de que tuvo que tirar del carro  sola: trabajar, la casa, la niña… ¡si ella misma era aún una niña!, mientras que él solo pensaba en salir con sus amigos, continuando su vida igual que cuando era soltero. La expresión de los ojos de Nuria reflejaba cansancio y en sus manos se adivinaba el trabajo acumulado de todos esos años.

Es curioso lo relativo que es todo en la vida.  Unas horas antes me sentía deprimida, triste, frustrada y hasta patética por la manera en que había encauzado mi vida hasta ese momento. Tras escuchar el testimonio de Nuria y, sobre todo, el de Rosa, quien nos contó que había superado un cáncer de mama hacía un par de años, me sentí ridícula y egoísta. Los problemas que yo tenía y que tan grandes me parecían hasta esa mañana, eran minucias en comparación con los que tenían ó habían tenido ellas.

En el polo opuesto estaba Guillermo Cabeza, felizmente casado desde hacía diez años y con dos mellizos cuya foto nos mostró (¡naturalmente!) y que eran su vivo retrato. Guillermo provenía de una familia adinerada, con varios negocios y empresas en distintas ramas, por lo que lo había tenido todo relativamente fácil en la vida. Nunca fue buen estudiante, pero tampoco lo necesitó para disfrutar de una nómina alta. Todo es cuestión de nacer en el lugar apropiado. Los años no le habían dotado de la humildad de la que carecía  cuando era un niño y ya hacía alarde de la posición social de su familia. Durante la cena pavoneó varias veces de lo formidablemente bien que le iba todo en la vida. Nunca he soportado a las personas prepotentes, es superior a mí. Creo que me mostré antipática y hasta borde con él, aunque no me arrepiento.

En cambio, me encantó escuchar la historia de Alfredo, el organizador de aquel encuentro. Se había marchado de la ciudad hace unos años porque había conocido a alguien en un viaje a Madrid con quien quería compartir su vida. Ese alguien le consiguió un trabajo en la capital. Siendo aún muy pequeño, Alfredo era una persona excepcionalmente sensible, que disfrutaba más pintando, leyendo ó escuchando música que jugando al fútbol con el resto de los niños de su edad. No me sorprendió lo más mínimo cuando nos confesó que era homosexual y que se sentía feliz de poder haber contraído matrimonio con la persona a quien más amaba en el mundo: Jorge, su pareja. No obstante, hasta dar ese paso la vida de Alfredo no había sido nada fácil.
Desde que siendo adolescente tuvo claras sus inclinaciones sexuales, pasaron varios años hasta que tuvo el valor suficiente para sincerarse con su familia. No, no debió ser nada fácil mostrar esa realidad habiendo nacido en una familia tan tradicional y conservadora como nos explicó era la suya. Afortunadamente, y aunque en un principio le dieron la espalda, con el paso del tiempo habían llegado a entenderlo y a aceptarle tal y como era: una gran persona que merecía ser feliz como el que más.

A medida que iba transcurriendo la cena, me fui sintiendo más a gusto compartiendo recuerdos con aquel grupo de personas que de niña habían sido mis amigos de colegio. Además, en parte debido a que ellos relataban su vida tal cual era, sin adornos ni florituras, en parte provocado por los efectos del estupendo vino con el que estábamos acompañando la comida, sentía cada vez más la necesidad de decirles cómo me sentía en realidad, que era justo lo contrario que pensaba hacer cuando me preparaba para salir unas horas antes. Así que cuando Alfredo me dijo sonriendo que aún no había contado nada sobre mí, invitándome a hacerlo, tomé otro sorbo de vino y les conté a grandes rasgos lo que había hecho desde que perdimos el contacto al terminar la educación primaria.

Rosa, que me había tratado más tiempo que casi todos los demás porque también estudiamos juntas un par de años en el instituto, me preguntó sorprendida cómo es que no había estudiado una carrera de letras, con todo lo que me gustaba la literatura.
 -- Recuerdo que escribías pequeños relatos y cuentos infantiles – me dijo – y siempre sacabas sobresaliente en lengua y literatura. Siempre pensé que estudiarías algo relacionado con las letras.
Les expliqué que sí, que me encantaba escribir y leer, pero que había tratado de buscar una carrera con muchas salidas profesionales. Claro que Rosa con su comentario me hizo recapacitar sobre algo que había olvidado hacía mucho tiempo.

Era verdad que sentía devoción por la literatura, que devoraba libros de todo tipo: ensayo, novela, poesía… y que me gustaba dedicar mis ratos libres a escribir todo aquello que se me ocurría. Lo mismo escribía un diario íntimo expresando mis sentimientos como inventaba una historia más ó menos inverosímil y lo plasmaba en un cuaderno. En casa, en algún lugar de mi trastero, guardaba con toda seguridad todas esas hojas llenas de recuerdos.
Dediqué muchas horas de mis años de estudiante a esa afición que tanto me llenaba, hasta que empecé a trabajar en la multinacional y ahí se terminó mi tiempo libre, mi ocio y hasta mi libertad. Se supone que las personas trabajamos para vivir, no al contrario. Cada vez me percataba más de que yo había vivido para trabajar. Así mismo se lo expresé a aquel grupo variopinto de personas con quien cenaba esa noche. ¿Alguien se había parado a pensar alguna vez cuál es el sentido de la vida, para qué llegamos todos a este mundo, cuál es nuestro cometido? Mi padre utilizaba mucho una expresión que a mí me hacía mucha gracia. Cuando quería bromear con alguien le decía: “tú estás en el mundo porque tiene que haber de todo”. En esos momentos a mí me pareció que esa frase simplona y aparentemente tonta cobraba sentido más que nunca. Muchas personas pasaban por el mundo de una manera tan absurda e insignificante que ni disfrutaban de ella ni hacían disfrutar a nadie. Y yo esa noche tenía la impresión de que había desperdiciado la mayor parte de los años de mi vida, por no buscarle el sentido, por no hacer aquello que realmente me gustaba.

La conversación tomó un giro y todos nos pusimos a filosofar sobre lo que nos gustaría haber hecho en la vida y lo que hacíamos en realidad. Llegamos a la conclusión de que la mayoría de nosotros se había resignado a vivir de una manera “socialmente aceptable” aunque no nos hiciera felices. Nos hacíamos cómodos ó nos consolábamos con las cosas materiales, pero renunciábamos a aquello que nos hubiese llenado de plenitud, en muchos casos: yo a ser madre ó a estudiar filología y dedicarme a escribir, que era lo que realmente me había gustado siempre; Nuria no debería haberse casado tan joven y sin tener claras las cosas…
Con la excepción de Guillermo, cuya vida según él era perfecta y no tenía carencias (su prepotencia jamás le permitiría reconocer lo contrario), todos teníamos una espinita clavada de algo que nos quedaba por hacer. La parte positiva era que aún estábamos a tiempo de hacerlo, aunque eso requería mucha valentía, como cuando Alfredo dio aquel paso y reconoció su sexualidad para ser feliz.

Ya estábamos en los postres y yo había bebido algo más de la cuenta, pero me sentía pletórica y no paraba de hablar con todo el mundo. Elvira se me acercó y guiñándome un ojo me dijo la frasecita de rigor: “¿ves como te estás divirtiendo, tonta?, ya te lo dije y no me hacías caso. Hacía tiempo que no te veía tan animada. Por cierto… esos coloretillos… está bueno el vino, ¿eh?” Reí tontamente, en parte por sus payasadas y en mayor parte por los efectos del alcohol y el subidón que me estaba provocando.

Leímos la carta de postres y me decidí por una tarta de queso al horno que sabía que allí preparaban de una manera excelente, pero cuando la camarera empezó a tomarnos nota, me explicó que lo sentía enormemente, pero que no le quedaba ese día ni una sola ración. Cuando volví a mirar la carta para escoger otra cosa, por tercera vez en el día, me volvió la sensación de haber vivido ese momento. Todo era como si se repitiera de nuevo: el comedor, las personas que estaban sentadas frente a mí, la cara y el peinado de la camarera con su libreta anotando… y yo respondiendo mecánicamente que entonces tomaría un mousse de chocolate. ¡Vaya día extraño!, pensé. Era la tercera vez que me sucedía lo mismo.

Lo expresé en voz alta y enseguida empezaron los demás a hacer comentarios sobre la cantidad de veces que sucedía eso. Cada cual dio su opinión tratando de buscar una explicación a ese hecho. Guillermo dijo que a él le pasaba a menudo y que siempre pensaba que era porque ya habíamos vivido otras vidas anteriores a ésta. Elvira, buscando una explicación más real y por supuesto utilizando sus dotes de “psicóloga aficionada” explicó que simplemente se trataba de que habíamos vivido situaciones similares, aunque nunca idénticas, pero que nuestro cerebro reaccionaba demasiado rápido, anticipándose e inventando el resto. La idea que dio Javier, que seguía siendo tan introvertido como cuando era niño y había permanecido callado la mayor parte del tiempo, tenía mucho que ver con la de Elvira: él había leído en un artículo de una revista científica que esas situaciones se producían por un fallo de nuestro cerebro, que confundía situaciones parecidas y las hacía parecer repetidas. En cualquier caso, era algo que le pasaba a todo el mundo de vez en cuando.

El mousse de chocolate resultó estar tan rico como la tarta de queso al horno. Lo tomé acompañándolo de un café solo y una copa de crema de orujo, a pesar de que me sentía levemente mareada por los efectos del vino en mi organismo. Lo estaba pasando formidable, relajada y sintiéndome bien conmigo misma por primera vez en muchos meses, así que no me preocupé de pensar que quizá estaba bebiendo demasiado alcohol para tener que volver a casa conduciendo mi coche. Puse atención en la conversación que estaban manteniendo en esos momentos Alfredo y Rosa, que estaban sentados frente a mí. Hablaban de lugares donde les habría gustado vivir. Alfredo decía que se había acostumbrado muy bien al ritmo de vida de Madrid, pero que no le importaría vivir en un lugar más tranquilo, alejado de tanto bullicio. Ella en cambio, que había pasado toda su vida en nuestra pequeña ciudad, echaba en falta precisamente el tener más servicios de ocio, una cultura diferente ó  más oportunidades. Soñaba con trasladarse a una gran capital europea como Londres ó París. Cuando me preguntaron a dónde me iría yo en caso de tener ocasión, respondí automáticamente y sin pensar: “me iría a Buenos Aires”. Nada más decirlo, me sorprendí a mí misma porque jamás me había planteado irme a vivir a Argentina. Decididamente, tenía un día extraño, ó quizá tanta bebida alcohólica en un cuerpo desacostumbrado estaba haciendo travesuras.

Seguimos allí sentados, hablando y recordando nuestros tiempos en la escuela, a nuestros profesores y a los compañeros que no habían acudido a la cena. El tiempo pasó rápidamente y algunos tomamos algunas copas más. Cuando nos quisimos dar cuenta eran más de las tres de la madrugada y alguien bromeó diciendo que deberíamos ir pensando en levantarnos e irnos antes de que los del restaurante nos echasen por pelmas, que estarían deseando recoger y cerrar. Así que empezamos a ponernos los abrigos para salir. Recuerdo que cuando me levanté de la silla me sentí bastante desequilibrada a la par que muy alegre. Creo que nunca en mi vida había bebido tanto en una cena. Al menos, nunca había sentido esa sensación de falta de dominio de mí misma. Los recuerdos a partir de ese momento no son nítidos en absoluto, son solo retazos: Elvira diciéndome que no estaba en condiciones de conducir y que mejor que nos llevase Javier, que no había bebido nada, yo llevándole la contraria empeñada en que estaba perfectamente… Creo que discutimos un buen rato en el aparcamiento del restaurante a causa de eso, hasta que Elvira dándose por vencida decidió que ella se iba con Javier, que yo podía hacer lo que me diese la gana. Después hay un intervalo de tiempo del que no recuerdo nada en absoluto, porque el siguiente flash de mi memoria me sitúa sentada en un coche que no es el mío, en el asiento del copiloto junto a Alfredo que, conduciendo, me lanzaba miradas de preocupación de vez en cuando. No sé si hablamos en el trayecto a mi casa, donde me dejó. Es bastante desagradable para una persona enterarse de que ha habido unos minutos u horas de su vida en que no es consciente de lo que ha hecho, simplemente porque no lo recuerda a causa de que no ha sabido controlar lo que bebe. Y si esa persona es alguien tan perfeccionista como yo, es aún peor. No me siento orgullosa en absoluto de ello, aunque debo relatarlo por tener mucha relación con esta historia que cuento.

Cuando Alfredo me dejó en casa, debí quedarme dormida en el sofá, aunque no sé si fue durante horas ó quizá solo unos  minutos. Perdí por completo la noción del tiempo. Sé que me desperté con un terrible dolor de cabeza consecuencia de la resaca, que me tomé un café bien cargado y me metí en la ducha, tratando de reponerme.

Mientras me secaba envuelta en el albornoz me seguía doliendo tremendamente la cabeza, lo que agudizaba la sensación de angustia y mal presagio que había tenido desde por la mañana, cuando desperté de lo que supuse era una pesadilla. Ahora era aún peor, más intenso. Me pregunté qué hora sería. Estaba totalmente perdida. Había sido un día de lo más extraño, en el que mi estado anímico había dado mil vuelcos. Pensé que si se pudiese reflejar en un eje de coordenadas tendría mil altibajos, con puntas en los dos extremos, porque había pasado de la depresión a la euforia para volver a caer en la frustración a estas horas de lo que imaginaba era la madrugada del domingo. Ya debería de estar amaneciendo. Caí en la cuenta de que había estado tan ocupada durante todo el día que ni siquiera había tenido tiempo de leer el periódico ni de ver las noticias en televisión, así que me dirigí al salón y encendí el ordenador. Mientras se ponía en marcha busqué con la mirada el reloj de pared que marcaba las ocho menos diez de la mañana, más ó menos la hora que yo calculaba.

Busqué en Internet el periódico que leía habitualmente, para ver los titulares del domingo, que eran más ó menos los de siempre… problemas económicos, discrepancias entre los dos partidos políticos mayoritarios, los resultados de fútbol de la liga del sábado…
No me gusta el fútbol, así que cambié de página pero… algo estaba mal. Volví a la página anterior, la de los resultados de liga. ¿Qué era lo que no cuadraba? ¡Ay, qué dolor de cabeza! Me llevé las dos manos a la misma, tratando de dilucidar qué era lo que me había parecido extraño unos instantes antes… mis ojos se abrieron de par en par al ver que estaban todos los resultados de la quiniela, no solo los del sábado. ¿Cómo era posible? ¡Si aún eran las ocho de la mañana del domingo! ¡Si no jugaban hasta las cinco de la tarde! ¿Estaría soñando? ¿Hasta tal punto me habían afectado las copas de la cena?

Cada vez más sorprendida, volví a la página principal del periódico, en la que antes apenas me había detenido. Esta vez leí con atención la cabecera del periódico, donde aparecía el nombre del mismo y la fecha y hora: lunes, 25 de noviembre de 2009… ¡lunes! ¡no! ¿qué demonios estaba sucediendo? ¿me había vuelto loca ó qué? ¿qué había pasado con el domingo? Mil preguntas se agolpaban en mi mente y sentía que me martilleaban la cabeza, cada vez más dolorida. Incapaz de comprender, solo acerté a pasar páginas y seguir leyendo, aunque distraída y sin prestar atención: lunes, lunes… ¡era lunes! La programación televisiva reflejada era la del lunes, no la del domingo; los resultados deportivos reflejados eran todos los del día anterior, domingo: tenis, baloncesto… No entendía nada… me froté los ojos pensando ingenuamente que despertaría de ese sueño extraño en el que me habían robado el domingo de mi vida igual que en aquella bonita canción de Sabina  le habían robado el mes de abril… Seguí pasando páginas hasta llegar sin proponérmelo al apartado de sucesos: Derrumbe de una cocina en la calle Alta… Atropello en la Avenida de la Constitución… Incendio de una vivienda en la Plaza de Castilla… Fallece el pintor Juan José Molina… Accidente grave en la A-62  en la madrugada del sábado al domingo…
Con los ojos clavados en la pantalla y una angustia creciente en el pecho, pinché en este último titular para ver la noticia completa:

FALLECE UNA MUJER EN UN GRAVE ACCIDENTE DE TRAFICO LA MADRUGADA DEL DOMINGO
I.B.R., de 42 años, falleció en el acto al colisionar su vehículo contra un camión tras atravesar la mediana por causas que aún se desconocen…
… al parecer la mujer regresaba a casa tras una cena en la que se habían reunido varios antiguos compañeros de colegio…
… su familia y amigos, así como sus acompañantes esa fatídica noche, están conmocionados con la noticia…

Vomité en el suelo, sentía como mi cabeza daba vueltas y el dolor en el pecho era insoportable… ¡Era imposible! ¡Tenía que estar soñando! Más abajo aparecía una fotografía tomada en el lugar del accidente. Mi BMW aparecía destrozado, irreconocible, empotrado contra el morro del camión… ¡No puede ser! ¡Yo había dejado mi coche aparcado en el parking del restaurante y Alfredo me había traído a casa en el suyo! ¡Debía haber un error!
Me vestí precipitadamente y llamé a un taxi. Iría a recoger mi coche al restaurante y todo volvería a la normalidad. Era una situación tan irreal y yo estaba tan histérica que reí nerviosamente mientras esperaba en la acera junto al portal. Todo volvería a la normalidad, todo volvería a la normalidad… recogería mi coche y volvería a casa a dormir… solo pensaba en dormir, en descansar, en recuperarme de esa resaca. Y no volvería a tomar una gota de alcohol en mi vida. Me lo prometí a mí misma.

El taxi no tardó más que unos minutos. Me senté en el asiento trasero y le pedí que me llevase al restaurante donde había cenado con mis compañeros. No recuerdo demasiado del trayecto, seguramente iba distraída, totalmente ida, solo deseaba llegar lo antes posible y comprobar que mi coche seguía aparcado donde yo lo dejé hacía unas pocas horas. Todo estaría bien, seguro que mi subconsciente me había jugado una mala pasada. El alcohol producía extraños efectos y a mí al no estar acostumbrada me afectaba más. Tenía que ser eso.

Pero llegamos al parking del restaurante y ahí no estaba mi BMW. Sentí una punzada de dolor, un creciente ardor de estómago que me hizo vomitar de nuevo, nada más bajar del taxi. Me sentía cada vez peor y el dolor de cabeza era tremendamente agudo. Recuerdo que el taxista, preocupado, me preguntó si me sentía bien y le respondí mecánicamente y con un hilo de voz que no sucedía nada, que me había equivocado y que si hacía el favor de llevarme a la salida 3 de la autopista, lugar donde según la noticia del periódico se había producido el impacto.

No tardamos mucho en llegar, puesto que estaba a pocos kilómetros del restaurante. Me bajé, pagué al taxista y le dije que ya estaba bien, que podía marcharse. No pareció convencido, puesto que volvió a preguntarme si me encontraba bien de verdad, si necesitaba ayuda ó quería que me esperase unos minutos. Le agradecí su gesto, asegurándole sin demasiada convicción que no era necesario. Se quedó dudando unos instantes tras los cuales arrancó y se marchó. Seguramente la expresión de horror de mi cara le hizo pensar que era una loca, y quizá no andaba muy desencaminado, pensé en esos instantes.
Solo tuve que caminar unos cien metros para vislumbrar de lejos los restos que  quedaban de mi coche, que aún no habían sido retirados de la cuneta de la autopista. Me sentía como una autómata, mi cerebro no mandaba mi cuerpo, que parecía que se movía de forma autónoma. Cesó el dolor de cabeza, ó quizá ya era tan intenso que no sentía nada, ni náuseas, ni ardor de estómago… era como si ya no estuviese allí, incapaz de sentir nada.

Hemos oído tantas veces hablar de la muerte, de lo que se siente en el momento de morir… que si una luz al final de un largo túnel… que si vamos al cielo ó al infierno… que si la vida eterna, el paraíso… que si cuando sientes que vas a morir toda tu vida pasa por tu mente en unos instantes… yo no sentí nada, no pensé nada, no recordé nada ni a nadie… solo silencio y bloqueo de la mente.
Regresé a casa en otro taxi, ya más calmada. Seguía pareciéndome una situación irreal, así que tenía que asegurarme: me armé de valor y volví al periódico que estaba leyendo, buscando el apartado de necrológicas… sí, tuve la fortaleza de buscar y leer mi propia esquela. Empecé a comprender las extrañas sensaciones que había tenido durante ese día tan raro que había vivido… no… revivido. Porque ahora entendía que mi sábado se había repetido paso a paso. Por eso sentía tantas veces la sensación de haber vivido ese momento, ¡porque lo había vivido justo el día antes! La única diferencia debía haber sido la vuelta a casa tras la cena: en el día real regresé ebria conduciendo mi coche y tuve el fatal accidente por no escuchar los consejos de Elvira. El destino de cada uno está marcado desde que nace. Al menos, eso he pensado siempre.

Ignoro por qué tuve la oportunidad de rectificar en el sábado revivido. Tampoco entiendo la razón que hay para encontrarle el sentido a tu vida justo al día siguiente de morir, pero creo firmemente que nunca es tarde para cambiar y buscar la felicidad.
Por eso, esa misma mañana de lunes saqué un billete aéreo para Buenos Aires.

                                 
                                                                                              





domingo, 6 de septiembre de 2015

ALBERT ESPINOSA

Aunque el verano está ya dando los últimos coletazos y nos quedan poco más de dos semanas para entrar en el otoño, aún quedan días para disfrutar de lecturas ligeras y desenfadadas, de ésas que se leen en apenas unas horas de tumbona. A mí me gusta dejar las novelas más largas e intensas para cuando hace mal tiempo y estamos más horas en casa. Por eso en esta entrada os quiero recomendar cualquiera de los libros de Albert Espinosa que con su lenguaje directo, ligero y fresco nos hace siempre adentrarnos en sus historias y personajes con gran facilidad.

Hace ya nueve o diez veranos lo descubrí con "Si tú me dices ven lo dejo todo, pero dime ven". Su trama me atrapó hasta tal punto que lo leí en poco más de veinticuatro horas y posteriormente he leído el resto de sus novelas. La mencionada, quizá por ser la primera, es mi favorita de este escritor que no obstante no me ha decepcionado con ninguna. Después de ésa leí "Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo", cuyo original final me dejó boquiabierta. Y también me lancé en cuanto se publicó a por "Brújulas que buscan sonrisas perdidas". Tengo pendiente la última que han editado: "El mundo azul. Ama tu caos", el cual no tardaré en empezar sin duda.

Mención aparte merece "El mundo amarillo", en el que el autor nos cuenta una de las experiencias más duras por las que puede atravesar el ser humano, una grave enfermedad por la que pasó de niño que le tuvo ingresado en hospitales buena parte de su infancia y adolescencia, pero todo ello relatado desde un punto de vista optimista e incluso divertido en todo momento y que nos puede y debería ayudar a todos a afrontar los reveses que nos puede deparar la vida. Todo un ejemplo de fortaleza y positividad. Un libro repleto de frases maravillosas que nos hacen pensar. Yo aprendí muchísimo de su experiencia y admiro profundamente su personalidad. Lo he leído dos o tres veces y siempre descubro cosas nuevas en él. Tengo remarcados varios párrafos que me han llegado muy adentro y os animo a hacer lo mismo cuando lo leáis, porque si bien están basados en algo tan serio como una enfermedad, son consejos aplicables en todos los ámbitos de la vida y que nos pueden ayudar a superar otros tragos también amargos o a entender a los demás en determinadas situaciones.

Me despido con dos de esas frases aparentemente simples, pero con un gran trasfondo, esperando que os pique el gusanillo y comencéis la lectura. No os defraudará.

" Si crees en los sueños, ellos se crearán. Creer y crear son dos palabras que se parecen y se parecen tanto porque en realidad están cerca, muy cerquita. Tan cerquita como que si crees, se crea."


" Las malas decisiones curten, las malas decisiones, dentro de un tiempo, serán buenas decisiones. Acepta eso y serás muy feliz en tu vida y, sobre todo, contigo mismo."