Hoy me gustaría publicar aquí un relato que escribí hace ya unos cuantos años y que es uno de mis preferidos. El título puede dar lugar a confusión al sonar un tanto filosófico, pero os aseguro que no lo es en absoluto.
Recuerdo que se me ocurrió la historia una tarde de invierno fría y lluviosa que estaba aburrida frente al ordenador y en determinado momento tuve una experiencia "Déjà Vu", algo que de vez en cuando creo que nos sucede a todos, pero que en esa ocasión me llevó a preguntarme las causas que pueden explicar ese extraño fenómeno. Indagando en ello, comprobé que no todos los expertos en asuntos psiquiátricos y neurológicos se ponían de acuerdo a la hora de darle una explicación y me resultó tan intrigante que me dejé llevar por la imaginación para darle la mía propia. Éste es el resultado y espero que os guste leerlo:
El día había empezado mal desde el principio: me
desperté con la desagradable sensación de haber soñado algo triste ó
angustioso, aunque no lograba recordar exactamente en qué consistía esa pesadilla.
De hecho, cuando abrí los ojos al escuchar el sonido del despertador no tenía
idea de qué día era, ni qué planes tenía para esa mañana. Pero algo debía tener
previsto cuando había programado despertarme a las siete de la mañana de un sábado,
con lo condenadamente dormilona que soy. Y más en esos momentos, que llevaba
dos meses sin trabajar y aprovechando a dormir todo lo que mis diecinueve años
anteriores de jornadas intensivas en mi antiguo empleo me habían impedido.
Me obligué a incorporarme y a desprenderme del caluroso abrazo de mi edredón nórdico,
haciendo grandes esfuerzos por centrarme en lo que me deparaba el futuro
inmediato, pero aún tardé unos segundos más en recordar que esa noche era la
dichosa cena de antiguos alumnos de mi colegio y a la que me había comprometido
a asistir tras la insistencia de la pesada de Elvira, que podía llegar a ser
muy persuasiva a base de machacar hasta cansarte y agotar tus energías para
negarte a sus intereses.
-Pero, ¿cómo no vas a ir, Inés? Venga, mujer, no seas
“rara”, seguro que lo pasamos muy bien, ya verás…- (tenía la extraña habilidad
de hacerme sentir “rara”, como ella decía, cada vez que le contradecía en
algo).- Además… últimamente estás deprimida con lo que te ha pasado en la
empresa y necesitas distraerte.
Y con esa sencilla frase dejó zanjada la cuestión de
nuestra asistencia al evento y de paso dejó patente que yo estaba deprimida.
¡Hala! No sé para qué estudian los psicólogos cuatro ó cinco años de carrera,
si una cajera de Hipercor hacía los diagnósticos por ellos en apenas cinco
minutos de conversación.
Yo no sé si realmente estaba deprimida como ella
afirmaba, pero sí tenía que reconocer que muy bien de estado de ánimo no andaba
últimamente. Hacía un año que me había divorciado de Carlos y la relación entre
ambos había quedado bastante deteriorada, como consecuencia de la crispación de
los dos que nos hacía saltar a la primera de cambio. Pero lo que más me había
afectado sin duda era lo que “me había pasado con la empresa”, como tan
sutilmente me había recordado Elvira.
Diecinueve años. Habían sido diecinueve agotadores
años de jornadas maratonianas en aquella multinacional a la que con tanta
ilusión había entrado a trabajar recién licenciada en la facultad de Ciencias
Económicas de mi ciudad. “¡Qué suerte has tenido!”, me decía mi familia. “Un
buen empleo en una multinacional sin tener que trasladarte a vivir a otro
lugar… ¡eso no le sucede a casi nadie!”. Y yo pensaba, aunque no lo decía en
voz alta, que tampoco sucede habitualmente que un estudiante termine la carrera
con un expediente académico tan sobresaliente como el mío.
Al principio el entusiasmo por lo que había
conseguido me hacía ver solo la parte positiva de las cosas: tenía un sueldo
magnífico con el que pude comprarme un bonito piso céntrico que había podido
amueblar a capricho con la decoración más vanguardista y los electrodomésticos
más modernos y funcionales. Además, a Carlos también le iba muy bien en la
empresa de su familia y realmente teníamos un nivel de vida envidiable en lo económico
y “social”. Pero quienes envidiaban esa vida mía no pensaban en la cantidad de cosas a las que yo como mujer
estaba renunciando por mantener ese estatus. Y yo en aquel entonces tampoco lo
veía, claro está. Ahora, con cuarenta y dos años, con una relación rota, sola
y, sobre todo, sin haber sido madre, era cuando me daba cuenta de que la
calidad de vida no es solamente el gozar de buena salud, el dinero que ganas y las cosas que puedes
comprar con ello. A veces la calidad de vida son pequeñas cosas cotidianas a
las que no solemos dar valor cuando las tenemos y sin embargo, sí las
extrañamos cuando las perdemos. Yo en estos momentos envidiaba a mi amiga
Elvira, cajera de un hipermercado, con un sueldo mileurista, un marido que le
adoraba y una niña preciosa que me llenaba de añoranza cada vez que recordaba
la ilusión que teníamos Carlos y yo por ser padres, al poco de casarnos.
Pero, claro, trabajando tantas horas no quería tener
un hijo para no poder disfrutar de él. Así que decidimos posponerlo para “un
poco más adelante”, cuando pudiera pedir una reducción de jornada y dedicarme a
su cuidado. El problema fue que lejos de ir las cosas a mejor, fueron a peor:
la crisis económica, la globalización… La empresa cada vez exigía más tiempo de
los empleados de “nivel”, empezaron los viajes de negocios, las jornadas cada
vez más amplias para abarcar todo el trabajo acumulado, los cada vez menos
disfrutados fines de semana porque me llevaba trabajo a casa que no me daba
tiempo a terminar en la oficina… Estaba tan dedicada a la empresa que vivía
para ella. Cuando quise darme cuenta ya no tenía vida propia, la relación con
Carlos se había enfriado porque no teníamos tiempo ni de hablar el uno con el
otro, y no quisimos ó no pudimos ó no supimos recuperar lo perdido. Guardamos
las apariencias durante un tiempo, pero fue irremediable que terminásemos
separándonos.
Me quedé con el piso, puesto que yo lo había comprado
de soltera y estaba a mi nombre. Ahora seguía teniendo un buen nivel de vida,
pero estaba sola, así que me centré más aún en mi trabajo, pensando que era lo
mejor que había sabido hacer en la vida. Me llenaba de orgullo el pensar que
era una de las mejores en lo mío, en lo profesional… ¡qué ingenua! Esa mañana de sábado previa a la dichosa cena de antiguos
alumnos de mi colegio, pensaba con amargura que había renunciado a una vida
real de mujer por una vida ficticia de “trabajadora ejemplar”. Y total, ¿para
qué? ¿Había valido la pena?
Me dirigí a la cocina, directamente a la cafetera, en
busca de esa taza de café que me ponía en funcionamiento cada mañana, esperando
que la desagradable sensación que seguía teniendo aún relacionada con algo que
debía haber soñado desapareciese de una vez. No tenía demasiado apetito, así
que me limité a tomarme el café con leche, sin las galletas con que suelo
acompañarlo. Me maldije a mí misma por haber dejado que Elvira me convenciese
para asistir a la cena. Sí debía estar deprimida, después de todo, porque lo
cierto es que no me apetecía hablar absolutamente con nadie. Allí estarían mis
ex-compañeros de primaria, más viejos, más gordos y más calvos ellos, más
viejas, más gordas y con las tetas más caídas ellas… empezarían a contar lo
bien que les había ido en la vida, lo felices que vivían en su bien avenida
vida conyugal y con sus trabajos, sacarían las fotos de sus hijos (¿has visto
qué guapos son?) enseñándoselas unos a otros… Y yo… Inés Bárcena, la más lista
de la clase, la de mejores notas, más vieja, más gorda y con las tetas más
caídas, ¿qué iba a contar? ¿que renuncié a esos hijos por un maravilloso puesto
laboral que me absorbía por completo? ¿que perdí mi matrimonio por no saber
darle la importancia que merecía? ¿que la junta directiva de mi empresa me
había “invitado” sutilmente a marcharme porque según ellos era evidente que
había perdido el entusiasmo por lo que hacía y mi puesto requería de alguien
dinámico y con grandes aspiraciones? ¡Claro que sí! Otra recién licenciada tan
ilusa y dispuesta a entregarles su vida a ellos como había sido yo hace
diecinueve años, cuando había tenido tanta suerte, según todos mis amigos y
familiares.
Así me sentía, frustrada por completo, esa mañana de
sábado previa a la dichosa cena de antiguos alumnos de mi colegio.
Tampoco la ducha que me di a continuación contribuyó
a ahuyentar ese mal presagio que me envolvía aquella mañana. Mientras dejaba
caer sobre mí el agua caliente traté de relajarme y organizar el resto del día.
Había madrugado tanto porque tenía que hacer un par de cosas necesariamente
antes de mediodía: ir a la peluquería, que no abría por la tarde, y pasar la I.T.V. de mi coche, que, como
siempre, lo había dejado para el último día. Pensé también que si me sobraba
tiempo podía ir de compras. Había visto un vestido en un escaparate hacía un
par de días que me gustaba bastante, así que decidí pasar y probármelo. Si me
quedaba bien, lo estrenaría esa noche. Bastante patética me parecía ya mi vida,
como para encima ir sin arreglarme. No podría presumir mostrando las fotos de
mis hijos, así que trataría de compensarlo con un vestido caro y una presencia
impecable. Inés Bárcena con su BMW y ropa de marca. Estatus, fachada, fingida
felicidad.
A las ocho y media ya estaba en el garaje tratando de
arrancar mi coche, pero fue imposible. La batería eligió esa mañana de sábado
para jubilarse. Por eso digo que el día había empezado mal desde el principio.
Además de irritarme al comprobar que tras cinco ó seis intentos el motor no se
ponía en marcha, tuve la extraña sensación de que ya había vivido ese momento.
Me duró apenas unos segundos, pero lo sentí muy real, como si se estuvieran
repitiendo esos instantes en que yo trataba infructuosamente de arrancar mi
coche paso a paso, exactamente igual que en otra ocasión. El mismo garaje, el
mismo coche, la misma chaqueta que yo había colocado con el bolso en el asiento
del copiloto… era todo como si ya me hubiera pasado antes. Pero curiosamente,
yo no recordaba que el BMW me hubiese dejado tirada jamás. Dejé de pensar en
ello mientras sacaba el teléfono del bolso para llamar al taller mecánico y
entonces se me quitó esa sensación extraña. Afortunadamente, no tardaron
demasiado en enviar a un mecánico que me cambió la batería y aún me dio tiempo
a pasar la revisión al coche antes de ir a la peluquería.
Salí de allí a la hora de comer, más peinada que de
costumbre y con mechas, porque Silvia, la peluquera, se empeñó en cambiarme un
poco el aspecto.
-Ya verás qué guapa te vas a ver… -decía- que ya es
hora de que salgas una noche, chica… - enseguida comprendí que Elvira había
pasado por allí antes, porque Silvia sabía todo lo referente a la cena: dónde
era, quienes iban a asistir, etc, etc... - ¿Quién sabe? Igual conoces a alguien
interesante…
Creo que se calló porque puse mal gesto y lo captó
por el espejo, pero, ¡leches, me fastidiaba muchísimo que todo el mundo me
insinuase continuamente que tenía que volver a iniciar una relación de pareja!.
¿Por qué no se metían en sus asuntos, si yo no pedía consejo a nadie? Äsí que
para no discutir me puse a mirar una revista de viajes que tenía por allí a
mano, mientras la peluquera terminaba de secarme el pelo. Me entretuve pasando
las hojas y mirando fotografías de hermosos lugares del mundo, sin prestar
demasiada atención, hasta que me detuve en un reportaje que hablaba sobre Buenos
Aires. No sé por qué, siempre me había llamado la atención todo lo relacionado
con Argentina. Era un país al que siempre había deseado viajar, pero por una
causa ó por otra nunca había encontrado el momento. Me gustaba la forma de ser
de los argentinos, su acento, su cine, su música y su cultura en general. Había
leído mucho sobre la historia de Argentina, conocía buena parte de la obra de sus escritores, me apasionaban
sus actores y directores de cine e incluso había ido durante un tiempo a una
escuela de baile a aprender a bailar el tango, que me encantaba. Pero al cabo de unas semanas desistí con dolor de
mi corazón porque, a pesar de mi empeño e interés, mis habilidades como
bailarina eran escasas por no decir nulas. Estaba distraída, pensando en ello,
cuando Silvia me despertó diciéndome que ya había terminado.
Volví a casa a comer un poco de puré de verduras que
me había sobrado del día anterior y me freí unas croquetas de jamón que tenía
congeladas. Después de tomar algo de fruta y un café solo, recogí la cocina,
puse el lavavajillas y fregué el suelo. Puse la calefacción, porque las
temperaturas a últimos de noviembre ya eran bastante bajas y se notaba frío en
casa, y me senté en el sofá a leer un rato la novela que tenía empezada. Creo
que me quedé dormida unos minutos, ó al menos adormilada, porque de nuevo me
volvió la sensación de angustia ó tristeza que había tenido al despertar por la
mañana. Era como si tuviese la impresión de haber soñado que se había muerto
alguien cercano a mí, pero era imposible concretar más. No eran recuerdos de
una pesadilla, ni siquiera sabía si era una pesadilla ó eran pensamientos… era
algo que me producía inquietud. Pensé que todo se debía a las pocas ganas que
tenía de salir esa noche de cena y que por eso llevaba el día tan raro y tan
mal, así que me levanté del sofá y decidí salir a comprarme el vestido famoso
del que me había acordado en la ducha. Así al menos me distraería pensando en
otra cosa. La ropa era uno de mis únicos vicios. Siempre había sido muy
presumida y coqueta y me gustaba ir bien arregladita. Elvira la “psicóloga”
siempre decía que había dos remedios contra la depresión en las mujeres: comer
chocolate e ir de tiendas. Esa tarde me decanté por la segunda.
Me gustó cómo me quedaba el vestido, así que lo
compré junto con un foulard, unos zapatos y un bolso, todo de firma y carísimo.
Eso hizo que me apeteciese un poquito más ir a la cena. Estaba segura de que
iba a impresionar a mis antiguos compañeros del colegio. Diría que me iba
genial, que estaba encantada de la vida y que había dejado la multinacional
porque ya me aburría de hacer siempre lo mismo y tenía proyectos para el
futuro. Total, les iba a ver esa noche y después cada uno iba a continuar con
su vida y no iban a saber más de mí, así que no pensaba confesar lo que
realmente sentía: frustración, rabia e impotencia. Fachada… estatus… Inés
Bárcena la economista que había llegado tan lejos.
El resto de la tarde pasó rápidamente. Acababa de
llegar a casa con mis bolsas de nuevas adquisiciones cuando sonó mi teléfono móvil.
Tardé un poco en encontrarlo al fondo del bolso entre mil cosas inútiles que
llevo siempre, pero antes de abrirle ya sabía que quien llamaba era Elvira,
para quedar conmigo para ir juntas a la cena. Al empezar a hablar con ella y
por segunda vez en el día, tuve la sensación de que se estaba repitiendo ese
momento. Era como si supiera de antemano todo lo que ella iba a decirme. Tuve
esa impresión durante toda la conversación que mantuvimos, incluso cuando me
pidió consejo porque no sabía si llevar el vestido azul que le regalé yo por su
cumpleaños ó el traje de chaqueta y pantalón negro que decía que le hacía más
delgada. Le contesté mecánicamente que le quedaba mejor el vestido, mientras
trataba de recordar cuándo habíamos hablado por teléfono sobre ese mismo tema,
pero no me vino a la cabeza, así que tras acordar con ella que pasaría a
buscarle a las ocho y media, colgué el teléfono y me olvidé del asunto.
A las ocho y media en punto llegaba al portal de mi
amiga, quien ya estaba esperando en la acera con su traje de pantalón negro.
Sonreí para mis adentros, porque Elvira era una indecisa. Pedía la opinión a
los demás absolutamente para todo lo que se proponía hacer, hasta para los
temas más irrelevantes. Pero después hacía lo que le daba la gana, que era,
normalmente, justo lo contrario que se le había aconsejado. Al entrar al coche,
y como si me estuviese leyendo el pensamiento, me dijo:
--No es que no
me guste el vestido que me regalaste, Inés, pero… es que me estoy poniendo como
una foca y el negro me hace más delgada.
Le aseguré que no estaba engordando tanto, que eran
suposiciones suyas y que estaba muy guapa. Después no pude decir más, porque no
paró de hablar en todo el trayecto hasta el restaurante. Habíamos quedado a las
nueve con los demás y , aunque llegamos diez minutos antes de la hora, no
fuimos las primeras. Allí estaban ya algunos de nuestros ex—compañeros: Ana
Ruiz, Alfredo Landeras, Guillermo Cabeza y Rosa Pérez, que nos saludaron
efusivamente. Mientras charlábamos tomando unas cañas, fue llegando el resto
del grupo. En total éramos catorce personas las que había podido reunir
Alfredo, que había sido el artífice de la cita. Nos comentó que no había podido
localizar a otros cuatro, porque al parecer se habían ido a vivir al
extranjero, y que los seis restantes no habían confirmado su asistencia por
diversos motivos.
Comprobé que el transcurrir del tiempo había sido más
benévolo con unos que con otros. Eso pasa en todos los aspectos de la vida. Hay
quien tiene más suerte, más dinero ó más salud que otros, y hay para quienes el
destino depara más castigo ó dolor. He aprendido que eso se refleja en el
semblante, en el aspecto más ó menos envejecido, y, sobre todo, en la mirada.
Pensé en ello mientras hablaba con Nuria Ortiz, que había sido muy amiga mía de
la infancia aunque después habíamos perdido el contacto, como sucede la mayoría
de las veces. Ella había dejado de estudiar muy pronto, sin terminar el
bachillerato. Me contó que había empezado a trabajar como dependienta de una
panadería muy jovencita, porque no le gustaban los libros. Y también me explicó
que no había tenido demasiada suerte en la vida. Se casó embarazada, antes de
cumplir los dieciocho, y su matrimonio, por otra parte forzado, nunca había
funcionado bien. El que fue su marido era tan joven como ella cuando tuvieron a
su hija, pero nunca maduró lo suficiente, según me dijo. Ella se quejaba de que
tuvo que tirar del carro sola: trabajar,
la casa, la niña… ¡si ella misma era aún una niña!, mientras que él solo
pensaba en salir con sus amigos, continuando su vida igual que cuando era
soltero. La expresión de los ojos de Nuria reflejaba cansancio y en sus manos
se adivinaba el trabajo acumulado de todos esos años.
Es curioso lo relativo que es todo en la vida. Unas horas antes me sentía deprimida, triste,
frustrada y hasta patética por la manera en que había encauzado mi vida hasta
ese momento. Tras escuchar el testimonio de Nuria y, sobre todo, el de Rosa,
quien nos contó que había superado un cáncer de mama hacía un par de años, me
sentí ridícula y egoísta. Los problemas que yo tenía y que tan grandes me
parecían hasta esa mañana, eran minucias en comparación con los que tenían ó
habían tenido ellas.
En el polo opuesto estaba Guillermo Cabeza,
felizmente casado desde hacía diez años y con dos mellizos cuya foto nos mostró
(¡naturalmente!) y que eran su vivo retrato. Guillermo provenía de una familia
adinerada, con varios negocios y empresas en distintas ramas, por lo que lo
había tenido todo relativamente fácil en la vida. Nunca fue buen estudiante,
pero tampoco lo necesitó para disfrutar de una nómina alta. Todo es cuestión de
nacer en el lugar apropiado. Los años no le habían dotado de la humildad de la
que carecía cuando era un niño y ya
hacía alarde de la posición social de su familia. Durante la cena pavoneó
varias veces de lo formidablemente bien que le iba todo en la vida. Nunca he
soportado a las personas prepotentes, es superior a mí. Creo que me mostré
antipática y hasta borde con él, aunque no me arrepiento.
En cambio, me encantó escuchar la historia de
Alfredo, el organizador de aquel encuentro. Se había marchado de la ciudad hace
unos años porque había conocido a alguien en un viaje a Madrid con quien quería
compartir su vida. Ese alguien le consiguió un trabajo en la capital. Siendo
aún muy pequeño, Alfredo era una persona excepcionalmente sensible, que
disfrutaba más pintando, leyendo ó escuchando música que jugando al fútbol con
el resto de los niños de su edad. No me sorprendió lo más mínimo cuando nos
confesó que era homosexual y que se sentía feliz de poder haber contraído
matrimonio con la persona a quien más amaba en el mundo: Jorge, su pareja. No
obstante, hasta dar ese paso la vida de Alfredo no había sido nada fácil.
Desde que siendo adolescente tuvo claras sus
inclinaciones sexuales, pasaron varios años hasta que tuvo el valor suficiente
para sincerarse con su familia. No, no debió ser nada fácil mostrar esa
realidad habiendo nacido en una familia tan tradicional y conservadora como nos
explicó era la suya. Afortunadamente, y aunque en un principio le dieron la
espalda, con el paso del tiempo habían llegado a entenderlo y a aceptarle tal y
como era: una gran persona que merecía ser feliz como el que más.
A medida que iba transcurriendo la cena, me fui sintiendo
más a gusto compartiendo recuerdos con aquel grupo de personas que de niña
habían sido mis amigos de colegio. Además, en parte debido a que ellos relataban
su vida tal cual era, sin adornos ni florituras, en parte provocado por los
efectos del estupendo vino con el que estábamos acompañando la comida, sentía
cada vez más la necesidad de decirles cómo me sentía en realidad, que era justo
lo contrario que pensaba hacer cuando me preparaba para salir unas horas antes.
Así que cuando Alfredo me dijo sonriendo que aún no había contado nada sobre
mí, invitándome a hacerlo, tomé otro sorbo de vino y les conté a grandes rasgos
lo que había hecho desde que perdimos el contacto al terminar la educación
primaria.
Rosa, que me había tratado más tiempo que casi todos
los demás porque también estudiamos juntas un par de años en el instituto, me
preguntó sorprendida cómo es que no había estudiado una carrera de letras, con
todo lo que me gustaba la literatura.
-- Recuerdo
que escribías pequeños relatos y cuentos infantiles – me dijo – y siempre
sacabas sobresaliente en lengua y literatura. Siempre pensé que estudiarías
algo relacionado con las letras.
Les expliqué que sí, que me encantaba escribir y
leer, pero que había tratado de buscar una carrera con muchas salidas
profesionales. Claro que Rosa con su comentario me hizo recapacitar sobre algo
que había olvidado hacía mucho tiempo.
Era verdad que sentía devoción por la literatura, que
devoraba libros de todo tipo: ensayo, novela, poesía… y que me gustaba dedicar
mis ratos libres a escribir todo aquello que se me ocurría. Lo mismo escribía
un diario íntimo expresando mis sentimientos como inventaba una historia más ó
menos inverosímil y lo plasmaba en un cuaderno. En casa, en algún lugar de mi
trastero, guardaba con toda seguridad todas esas hojas llenas de recuerdos.
Dediqué muchas horas de mis años de estudiante a esa
afición que tanto me llenaba, hasta que empecé a trabajar en la multinacional y
ahí se terminó mi tiempo libre, mi ocio y hasta mi libertad. Se supone que las
personas trabajamos para vivir, no al contrario. Cada vez me percataba más de
que yo había vivido para trabajar. Así mismo se lo expresé a aquel grupo
variopinto de personas con quien cenaba esa noche. ¿Alguien se había parado a
pensar alguna vez cuál es el sentido de la vida, para qué llegamos todos a este
mundo, cuál es nuestro cometido? Mi padre utilizaba mucho una expresión que a
mí me hacía mucha gracia. Cuando quería bromear con alguien le decía: “tú estás
en el mundo porque tiene que haber de todo”. En esos momentos a mí me pareció
que esa frase simplona y aparentemente tonta cobraba sentido más que nunca.
Muchas personas pasaban por el mundo de una manera tan absurda e insignificante
que ni disfrutaban de ella ni hacían disfrutar a nadie. Y yo esa noche tenía la
impresión de que había desperdiciado la mayor parte de los años de mi vida, por
no buscarle el sentido, por no hacer aquello que realmente me gustaba.
La conversación tomó un giro y todos nos pusimos a
filosofar sobre lo que nos gustaría haber hecho en la vida y lo que hacíamos en
realidad. Llegamos a la conclusión de que la mayoría de nosotros se había
resignado a vivir de una manera “socialmente aceptable” aunque no nos hiciera
felices. Nos hacíamos cómodos ó nos consolábamos con las cosas materiales, pero
renunciábamos a aquello que nos hubiese llenado de plenitud, en muchos casos:
yo a ser madre ó a estudiar filología y dedicarme a escribir, que era lo que
realmente me había gustado siempre; Nuria no debería haberse casado tan joven y
sin tener claras las cosas…
Con la excepción de Guillermo, cuya vida según él era
perfecta y no tenía carencias (su prepotencia jamás le permitiría reconocer lo
contrario), todos teníamos una espinita clavada de algo que nos quedaba por
hacer. La parte positiva era que aún estábamos a tiempo de hacerlo, aunque eso
requería mucha valentía, como cuando Alfredo dio aquel paso y reconoció su
sexualidad para ser feliz.
Ya estábamos en los postres y yo había bebido algo
más de la cuenta, pero me sentía pletórica y no paraba de hablar con todo el
mundo. Elvira se me acercó y guiñándome un ojo me dijo la frasecita de rigor:
“¿ves como te estás divirtiendo, tonta?, ya te lo dije y no me hacías caso.
Hacía tiempo que no te veía tan animada. Por cierto… esos coloretillos… está
bueno el vino, ¿eh?” Reí tontamente, en parte por sus payasadas y en mayor
parte por los efectos del alcohol y el subidón que me estaba provocando.
Leímos la carta de postres y me decidí por una tarta
de queso al horno que sabía que allí preparaban de una manera excelente, pero
cuando la camarera empezó a tomarnos nota, me explicó que lo sentía
enormemente, pero que no le quedaba ese día ni una sola ración. Cuando volví a
mirar la carta para escoger otra cosa, por tercera vez en el día, me volvió la
sensación de haber vivido ese momento. Todo era como si se repitiera de nuevo:
el comedor, las personas que estaban sentadas frente a mí, la cara y el peinado
de la camarera con su libreta anotando… y yo respondiendo mecánicamente que
entonces tomaría un mousse de chocolate. ¡Vaya día extraño!, pensé. Era la
tercera vez que me sucedía lo mismo.
Lo expresé en voz alta y enseguida empezaron los
demás a hacer comentarios sobre la cantidad de veces que sucedía eso. Cada cual
dio su opinión tratando de buscar una explicación a ese hecho. Guillermo dijo
que a él le pasaba a menudo y que siempre pensaba que era porque ya habíamos
vivido otras vidas anteriores a ésta. Elvira, buscando una explicación más real
y por supuesto utilizando sus dotes de “psicóloga aficionada” explicó que
simplemente se trataba de que habíamos vivido situaciones similares, aunque
nunca idénticas, pero que nuestro cerebro reaccionaba demasiado rápido,
anticipándose e inventando el resto. La idea que dio Javier, que seguía siendo
tan introvertido como cuando era niño y había permanecido callado la mayor
parte del tiempo, tenía mucho que ver con la de Elvira: él había leído en un
artículo de una revista científica que esas situaciones se producían por un
fallo de nuestro cerebro, que confundía situaciones parecidas y las hacía
parecer repetidas. En cualquier caso, era algo que le pasaba a todo el mundo de
vez en cuando.
El mousse de chocolate resultó estar tan rico como la
tarta de queso al horno. Lo tomé acompañándolo de un café solo y una copa de
crema de orujo, a pesar de que me sentía levemente mareada por los efectos del
vino en mi organismo. Lo estaba pasando formidable, relajada y sintiéndome bien
conmigo misma por primera vez en muchos meses, así que no me preocupé de pensar
que quizá estaba bebiendo demasiado alcohol para tener que volver a casa
conduciendo mi coche. Puse atención en la conversación que estaban manteniendo
en esos momentos Alfredo y Rosa, que estaban sentados frente a mí. Hablaban de
lugares donde les habría gustado vivir. Alfredo decía que se había acostumbrado
muy bien al ritmo de vida de Madrid, pero que no le importaría vivir en un
lugar más tranquilo, alejado de tanto bullicio. Ella en cambio, que había
pasado toda su vida en nuestra pequeña ciudad, echaba en falta precisamente el
tener más servicios de ocio, una cultura diferente ó más oportunidades. Soñaba con trasladarse a
una gran capital europea como Londres ó París. Cuando me preguntaron a dónde me
iría yo en caso de tener ocasión, respondí automáticamente y sin pensar: “me
iría a Buenos Aires”. Nada más decirlo, me sorprendí a mí misma porque jamás me
había planteado irme a vivir a Argentina. Decididamente, tenía un día extraño,
ó quizá tanta bebida alcohólica en un cuerpo desacostumbrado estaba haciendo travesuras.
Seguimos allí sentados, hablando y recordando
nuestros tiempos en la escuela, a nuestros profesores y a los compañeros que no
habían acudido a la cena. El tiempo pasó rápidamente y algunos tomamos algunas
copas más. Cuando nos quisimos dar cuenta eran más de las tres de la madrugada
y alguien bromeó diciendo que deberíamos ir pensando en levantarnos e irnos
antes de que los del restaurante nos echasen por pelmas, que estarían deseando
recoger y cerrar. Así que empezamos a ponernos los abrigos para salir. Recuerdo
que cuando me levanté de la silla me sentí bastante desequilibrada a la par que
muy alegre. Creo que nunca en mi vida había bebido tanto en una cena. Al menos,
nunca había sentido esa sensación de falta de dominio de mí misma. Los recuerdos
a partir de ese momento no son nítidos en absoluto, son solo retazos: Elvira
diciéndome que no estaba en condiciones de conducir y que mejor que nos llevase
Javier, que no había bebido nada, yo llevándole la contraria empeñada en que
estaba perfectamente… Creo que discutimos un buen rato en el aparcamiento del
restaurante a causa de eso, hasta que Elvira dándose por vencida decidió que
ella se iba con Javier, que yo podía hacer lo que me diese la gana. Después hay
un intervalo de tiempo del que no recuerdo nada en absoluto, porque el
siguiente flash de mi memoria me sitúa sentada en un coche que no es el mío, en
el asiento del copiloto junto a Alfredo que, conduciendo, me lanzaba miradas de
preocupación de vez en cuando. No sé si hablamos en el trayecto a mi casa,
donde me dejó. Es bastante desagradable para una persona enterarse de que ha
habido unos minutos u horas de su vida en que no es consciente de lo que ha
hecho, simplemente porque no lo recuerda a causa de que no ha sabido controlar
lo que bebe. Y si esa persona es alguien tan perfeccionista como yo, es aún
peor. No me siento orgullosa en absoluto de ello, aunque debo relatarlo por
tener mucha relación con esta historia que cuento.
Cuando Alfredo me dejó en casa, debí quedarme dormida
en el sofá, aunque no sé si fue durante horas ó quizá solo unos minutos. Perdí por completo la noción del
tiempo. Sé que me desperté con un terrible dolor de cabeza consecuencia de la
resaca, que me tomé un café bien cargado y me metí en la ducha, tratando de
reponerme.
Mientras me secaba envuelta en el albornoz me seguía
doliendo tremendamente la cabeza, lo que agudizaba la sensación de angustia y
mal presagio que había tenido desde por la mañana, cuando desperté de lo que
supuse era una pesadilla. Ahora era aún peor, más intenso. Me pregunté qué hora
sería. Estaba totalmente perdida. Había sido un día de lo más extraño, en el
que mi estado anímico había dado mil vuelcos. Pensé que si se pudiese reflejar
en un eje de coordenadas tendría mil altibajos, con puntas en los dos extremos,
porque había pasado de la depresión a la euforia para volver a caer en la frustración
a estas horas de lo que imaginaba era la madrugada del domingo. Ya debería de
estar amaneciendo. Caí en la cuenta de que había estado tan ocupada durante todo
el día que ni siquiera había tenido tiempo de leer el periódico ni de ver las
noticias en televisión, así que me dirigí al salón y encendí el ordenador.
Mientras se ponía en marcha busqué con la mirada el reloj de pared que marcaba
las ocho menos diez de la mañana, más ó menos la hora que yo calculaba.
Busqué en Internet el periódico que leía
habitualmente, para ver los titulares del domingo, que eran más ó menos los de
siempre… problemas económicos, discrepancias entre los dos partidos políticos
mayoritarios, los resultados de fútbol de la liga del sábado…
No me gusta el fútbol, así que cambié de página pero…
algo estaba mal. Volví a la página anterior, la de los resultados de liga. ¿Qué
era lo que no cuadraba? ¡Ay, qué dolor de cabeza! Me llevé las dos manos a la
misma, tratando de dilucidar qué era lo que me había parecido extraño unos
instantes antes… mis ojos se abrieron de par en par al ver que estaban todos
los resultados de la quiniela, no solo los del sábado. ¿Cómo era posible? ¡Si
aún eran las ocho de la mañana del domingo! ¡Si no jugaban hasta las cinco de
la tarde! ¿Estaría soñando? ¿Hasta tal punto me habían afectado las copas de la
cena?
Cada vez más sorprendida, volví a la página principal
del periódico, en la que antes apenas me había detenido. Esta vez leí con
atención la cabecera del periódico, donde aparecía el nombre del mismo y la
fecha y hora: lunes, 25 de noviembre de 2009… ¡lunes! ¡no! ¿qué demonios estaba
sucediendo? ¿me había vuelto loca ó qué? ¿qué había pasado con el domingo? Mil
preguntas se agolpaban en mi mente y sentía que me martilleaban la cabeza, cada
vez más dolorida. Incapaz de comprender, solo acerté a pasar páginas y seguir
leyendo, aunque distraída y sin prestar atención: lunes, lunes… ¡era lunes! La
programación televisiva reflejada era la del lunes, no la del domingo; los
resultados deportivos reflejados eran todos los del día anterior, domingo:
tenis, baloncesto… No entendía nada… me froté los ojos pensando ingenuamente
que despertaría de ese sueño extraño en el que me habían robado el domingo de
mi vida igual que en aquella bonita canción de Sabina le habían robado el mes de abril… Seguí
pasando páginas hasta llegar sin proponérmelo al apartado de sucesos: Derrumbe
de una cocina en la calle Alta… Atropello en la Avenida de la Constitución…
Incendio de una vivienda en la
Plaza de Castilla… Fallece el pintor Juan José Molina…
Accidente grave en la A-62 en la madrugada del sábado al domingo…
Con los ojos clavados en la pantalla y una angustia
creciente en el pecho, pinché en este último titular para ver la noticia
completa:
FALLECE UNA MUJER EN UN GRAVE ACCIDENTE DE TRAFICO LA MADRUGADA DEL DOMINGO
I.B.R., de 42 años, falleció en el acto al colisionar
su vehículo contra un camión tras atravesar la mediana por causas que aún se
desconocen…
… al parecer la mujer regresaba a casa tras una cena
en la que se habían reunido varios antiguos compañeros de colegio…
… su familia y amigos, así como sus acompañantes esa
fatídica noche, están conmocionados con la noticia…
Vomité en el suelo, sentía como mi cabeza daba
vueltas y el dolor en el pecho era insoportable… ¡Era imposible! ¡Tenía que
estar soñando! Más abajo aparecía una fotografía tomada en el lugar del
accidente. Mi BMW aparecía destrozado, irreconocible, empotrado contra el morro
del camión… ¡No puede ser! ¡Yo había dejado mi coche aparcado en el parking del
restaurante y Alfredo me había traído a casa en el suyo! ¡Debía haber un error!
Me vestí precipitadamente y llamé a un taxi. Iría a
recoger mi coche al restaurante y todo volvería a la normalidad. Era una
situación tan irreal y yo estaba tan histérica que reí nerviosamente mientras
esperaba en la acera junto al portal. Todo volvería a la normalidad, todo
volvería a la normalidad… recogería mi coche y volvería a casa a dormir… solo
pensaba en dormir, en descansar, en recuperarme de esa resaca. Y no volvería a
tomar una gota de alcohol en mi vida. Me lo prometí a mí misma.
El taxi no tardó más que unos minutos. Me senté en el
asiento trasero y le pedí que me llevase al restaurante donde había cenado con
mis compañeros. No recuerdo demasiado del trayecto, seguramente iba distraída,
totalmente ida, solo deseaba llegar lo antes posible y comprobar que mi coche
seguía aparcado donde yo lo dejé hacía unas pocas horas. Todo estaría bien,
seguro que mi subconsciente me había jugado una mala pasada. El alcohol
producía extraños efectos y a mí al no estar acostumbrada me afectaba más.
Tenía que ser eso.
Pero llegamos al parking del restaurante y ahí no
estaba mi BMW. Sentí una punzada de dolor, un creciente ardor de estómago que
me hizo vomitar de nuevo, nada más bajar del taxi. Me sentía cada vez peor y el
dolor de cabeza era tremendamente agudo. Recuerdo que el taxista, preocupado,
me preguntó si me sentía bien y le respondí mecánicamente y con un hilo de voz
que no sucedía nada, que me había equivocado y que si hacía el favor de
llevarme a la salida 3 de la autopista, lugar donde según la noticia del
periódico se había producido el impacto.
No tardamos mucho en llegar, puesto que estaba a
pocos kilómetros del restaurante. Me bajé, pagué al taxista y le dije que ya
estaba bien, que podía marcharse. No pareció convencido, puesto que volvió a
preguntarme si me encontraba bien de verdad, si necesitaba ayuda ó quería que
me esperase unos minutos. Le agradecí su gesto, asegurándole sin demasiada
convicción que no era necesario. Se quedó dudando unos instantes tras los
cuales arrancó y se marchó. Seguramente la expresión de horror de mi cara le
hizo pensar que era una loca, y quizá no andaba muy desencaminado, pensé en
esos instantes.
Solo tuve que caminar unos cien metros para
vislumbrar de lejos los restos que
quedaban de mi coche, que aún no habían sido retirados de la cuneta de
la autopista. Me sentía como una autómata, mi cerebro no mandaba mi cuerpo, que
parecía que se movía de forma autónoma. Cesó el dolor de cabeza, ó quizá ya era
tan intenso que no sentía nada, ni náuseas, ni ardor de estómago… era como si
ya no estuviese allí, incapaz de sentir nada.
Hemos oído tantas veces hablar de la muerte, de lo
que se siente en el momento de morir… que si una luz al final de un largo
túnel… que si vamos al cielo ó al infierno… que si la vida eterna, el paraíso…
que si cuando sientes que vas a morir toda tu vida pasa por tu mente en unos
instantes… yo no sentí nada, no pensé nada, no recordé nada ni a nadie… solo
silencio y bloqueo de la mente.
Regresé a casa en otro taxi, ya más calmada. Seguía
pareciéndome una situación irreal, así que tenía que asegurarme: me armé de
valor y volví al periódico que estaba leyendo, buscando el apartado de
necrológicas… sí, tuve la fortaleza de buscar y leer mi propia esquela. Empecé
a comprender las extrañas sensaciones que había tenido durante ese día tan raro
que había vivido… no… revivido. Porque ahora entendía que mi sábado se había
repetido paso a paso. Por eso sentía tantas veces la sensación de haber vivido
ese momento, ¡porque lo había vivido justo el día antes! La única diferencia
debía haber sido la vuelta a casa tras la cena: en el día real regresé ebria
conduciendo mi coche y tuve el fatal accidente por no escuchar los consejos de
Elvira. El destino de cada uno está marcado desde que nace. Al menos, eso he
pensado siempre.
Ignoro por qué tuve la oportunidad de rectificar en
el sábado revivido. Tampoco entiendo la razón que hay para encontrarle el
sentido a tu vida justo al día siguiente de morir, pero creo firmemente que
nunca es tarde para cambiar y buscar la felicidad.
Por eso, esa misma mañana de lunes saqué un billete
aéreo para Buenos Aires.