Esta historia en su origen no se escribió para niños, sino para adultos. Sin embargo, al poco tiempo de publicarse en Sede y coincidiendo con la celebración del Día del Libro, me llamaron de un colegio para invitarme a leérsela a los alumnos. Acepté encantada y fue sin duda una de las experiencias más gratificantes de mi vida. Espero que os guste.
Sonó la sirena que indicaba el final de las clases. Al
instante, un torrente de niños corriendo con sus mochilas a la espalda empezó a
invadir el patio del colegio, mezclándose con los padres, hermanos mayores,
tíos y abuelos que les esperaban para acompañarlos de vuelta a casa. Un
griterío caótico de saludos, despedidas y carcajadas hizo sonreír a la abuela
que ya veía a Anjana dirigirse hacia ella, saludándole a lo lejos agitando las
manos y mostrándole algo que traía en ellas, seguramente algún mural o dibujo
representativo del otoño, estación que acababa de comenzar.
La niña saludó efusivamente a su abuela con un fuerte abrazo
al llegar hasta ella y comenzó, como cada tarde, su relato detallado de todo lo
que habían hecho ese día en el colegio. La mujer, riendo, le recomendó por
enésima vez que le hablase más despacio, sin atropellarse y en voz un poquito
más baja. Pero Anjana, con el entusiasmo y la energía de sus siete añitos, era
incapaz de contener la emoción.
“¡Mira, abuela! Hemos hecho un mural del otoño y la
profesora nos ha dicho que este fin de semana tenemos que ir al bosque y pegar
en él hojas secas y castañas… y nos ha contado que sobre los bosques de
Cantabria hay leyendas que hablan de hadas y duendes y… ¿sabes qué, abuela? Me
ha dicho que YO tengo un nombre de hada, ¡¡un nombre de hada de Cantabria,
abuela!! ¿Tú crees que si me concentro mucho mucho tendré poderes como las
hadas de los cuentos? Abuela… ¿tú sabías que las hadas también se llamaban
Anjana, como yo?”
Cuando al fin la pequeña hizo una pausa, la mujer le aseguró
que ella misma le acompañaría al día siguiente al bosque y que le llevaría a un
lugar especial donde, aparte de ayudarle a buscar los frutos del otoño que
necesitaba para su mural, le contaría un bonito cuento sobre hadas y duendes y
le enseñaría un secreto que conocían muy pocas personas.
“Tú ya eres mayor, Anjana, y a ti te lo puedo contar. Pero
debemos ir pronto, en la madrugada, que es el único momento del día en que puede
verse ese secreto”.
La niña le escuchaba muy seria, con los ojos abiertos de par
en par y las mejillas enrojecidas de excitación.
Esa noche le costó conciliar el sueño y cuando al fin cayó
rendida de cansancio, soñó durante horas con hadas que hacían magia y se
llamaban como ella y con duendes que hacían desaparecer a las brujas malas del
bosque.
Al alba le despertó su abuela para cumplir con lo que le
había prometido. Anjana, que normalmente era dormilona y perezosa para
levantarse de la cama, ese día no protestó lo más mínimo por el madrugón, a
pesar de que aún no eran ni las seis de la mañana. Desayunaron juntas mientras
la niña no dejaba de hacer preguntas a su abuela sobre las hadas que habitaban
los bosques de Cantabria. Le había causado una gran sensación el enterarse de
que su nombre era el de un hada, precisamente. Y su abuela le aclaró que,
aunque las anjanas son hadas, no todas tienen ese nombre propio. Y de camino
hacia el bosque, la mujer empezó a contarle la leyenda de Náyade, que era una
de esas anjanas que había vivido en ese bosque hacía algunos años.
Empezó explicándole que las anjanas son las hadas buenas que habitan el bosque y cuya principal finalidad es ayudar a las personas que se pierden en él. Son pequeñas, apenas miden medio metro, y de piel muy blanca, con largos cabellos rubios que llevan recogidos en trenzas. Tienen unas pequeñas alas casi transparentes y van vestidas con una túnica blanca con reflejos brillantes. Siempre llevan una vara de mimbre verde con una estrella en la punta y una botella con una bebida que cura a los enfermos. Son capaces de transformarse en lo que quieran e incluso hacerse invisibles. Tienen la capacidad de ayudar a las buenas gentes pero también de castigar a quien comete maldades. Sus poderes son muy numerosos, pero ellas también pueden ser castigadas. Sobre todo si se enamoran de un humano, algo que tienen terminantemente prohibido.
Náyade era una anjana un tanto peculiar. Era bondadosa, como
todas las anjanas, pero también era coqueta, traviesa y juguetona. A pesar de
las enseñanzas de las maestras anjanas que insistían en que el poder de cambiar
de forma solo debía utilizarse en ocasiones excepcionales, a Náyade le encantaba
transformarse en humana para entablar conversación con los que encontraba por
el bosque. Lo había hecho desde pequeña, para jugar con niños y niñas que iban
los domingos en familia a pasar el día al aire libre y lo seguía haciendo de
mayor, transformándose en una mujer y así tener la posibilidad de hablar
libremente con cualquier humano que se encontraba.
Un día, paseando sola por el bosque, escuchó unos sonidos de
pisadas. Precavida, se escondió entre las ramas de los árboles por si se
trataba del peligroso ojáncano, el ogro más temido de aquellos parajes y que
destruía todo cuanto se encontraba a su paso. Aliviada, comprobó que solo se
trataba de un joven que caminaba cojeando y mirando despistado a su alrededor.
Una vez más, Náyade utilizó su magia para transformarse en una muchacha y poder
entablar conversación con él, quien pareció aliviarse al encontrar a alguien
por allí. Le explicó que había salido a recoger setas pero se había caído y
lastimado un tobillo y además se encontraba desorientado y no sabía regresar a
su casa. Ella le hizo sentarse en el suelo y, con gran facilidad y empleando
solo unas plantas que recogió por allí cerca, le redujo la inflamación del
tobillo aliviándole al momento. Después, espontáneamente, iniciaron una
conversación muy fluida. Él le contó que vivía con sus padres, trabajaba de
carpintero y le gustaba mucho recoger setas, castañas, nueces y otros frutos,
por lo que solía salir a menudo por aquel bosque, aunque nunca se había alejado
tanto de su casa. Ella improvisó una historia, siguiendo el juego que hacía
otras veces, para hacerse pasar por una joven enamorada de la naturaleza a
quien le gustaba pasear al aire libre. Para justificar su conocimiento sobre
las propiedades curativas de las plantas, inventó que era nieta de una
curandera que le había enseñado muchos remedios naturales. Cuando se dieron
cuenta, ya empezaba a anochecer. Se habían sentido tan a gusto con la charla
que se les pasó la tarde volando y Náyade pensó que sus compañeras las anjanas
estarían preocupadas con su tardanza, así que se disculpó con él no sin antes
indicarle el camino de regreso a su casa.
Náyade, como todas las anjanas, vivía en una gruta bajo un
manantial y de regreso a su casa iba pensando con pesar que seguramente no
volvería a ver a aquel joven tan agradable y en cuya compañía se había sentido
tan bien que en ningún momento le había parecido un desconocido. Al contrario,
sentía como si le conociese desde hace mucho tiempo. Era una sensación extraña,
dulce, que ella no había tenido antes con ninguno de los humanos que había
conocido.
Sin embargo, el hada se equivocaba. La tarde siguiente,
mientras recogía unas plantas para preparar sus brebajes curativos, volvió a
encontrárselo en el bosque. Náyade, de nuevo transformada en una joven
muchacha, volvió a pasar la tarde en compañía del chico. De nuevo hablaron de
mil temas diferentes, sentados entre los árboles y de nuevo se les pasó el
tiempo volando. El muchacho dijo llamarse Pedro y, Náyade, temerosa de
despertar en él sospechas ante un nombre propio de un hada, cambió el suyo por
uno más común: María.
A partir de entonces, cada tarde, Pedro y Náyade se buscaban
en el bosque. Se hicieron amigos, se contaban sus cosas y sentían cada vez más
afinidad el uno por el otro. Poco a poco, casi sin darse cuenta, su amistad se
fue transformando en algo más intenso. Pedro estaba feliz de expresar sus
sentimientos a quien él conocía como María, pero Náyade sentía una gran
preocupación. Se estaba enamorando de un humano y era consciente de que no le
estaba permitido, pero, además, se sentía mal por él. Sus pequeñas mentiras
iniciales se fueron haciendo más y más grandes a medida que la relación
avanzaba y era incapaz de confesarle al joven toda la verdad. Se había metido
en un embrollo del que no sabía cómo iba a salir. Su cabeza le decía que debía
alejarse de él inmediatamente, pero su corazón se negaba a obedecerla. Y así
pasaban los días, con encuentros clandestinos, besos robados y sintiendo cada
vez más amor y pasión el uno por el otro.
A medida que fue conociendo a Pedro y se fue dando cuenta de
los valores que él tenía como persona, Náyade se iba sintiendo peor. Se sentía
una especie de estafadora, una mentirosa que había hecho lo peor que puede
hacer un hada: utilizar sus poderes en beneficio propio y encima estaba
engañando gravemente a alguien a quien quería con todo su corazón. Por otro
lado, estaba cada vez más preocupada por si las anjanas supremas llegaban a
conocer la relación que había entre ellos, puesto que en ese caso serían los
dos castigados con una maldición que les impediría ser felices por toda la
eternidad. Así, armándose de valor un día, decidió cortar la relación con Pedro
confiando en que él la olvidaría con el tiempo y lograría ser feliz junto a una
humana.
Para justificarse, se inventó una mentira más. Le dijo que
su familia había decidido trasladarse muy lejos y que no podrían volver a verse
jamás. El joven, desconcertado, no entendía por qué María lo apartaba así de su
vida y, tras insistir un buen rato en el amor que se sentían, se dio por
vencido al comprobar la firmeza de la decisión de la chica.
Náyade se alejó llorando. Nunca en su vida se había sentido
tan infeliz, pero sabía o al menos creía que había tomado la decisión correcta.
El tiempo les haría olvidar, puesto que su relación era imposible. Los días
siguientes la anjana no fue a su lugar de encuentro y trató de estar ocupada en
mil cosas para no sentirse tan vacía. Así fue pasando el tiempo, pero sentía
que era incapaz de olvidarle. Náyade sabía que Pedro siempre iba a estar en su
corazón, puesto que con su manera de ser se había hecho un hueco muy adentro
del que nada ni nadie le sacaría jamás. Aprendió a vivir de sus recuerdos y así
fueron pasando los meses.
Un día, mientras lo espiaba tras unas ramas, vio como un
lobo aparecía de repente atacando a Pedro. Sin dudar un segundo, Náyade salió
de su escondite y con un hechizo paralizó al lobo y lo hizo desaparecer. Se
quedó frente a frente con Pedro quien la miraba maravillado entre el susto y el
desconcierto. Sus piernas temblaban y no lo sostenían. Se sentó, respirando
agitado y dándole las gracias. Ella, que estaba tan nerviosa como él, deseaba
besarlo, tranquilizarlo, pero sabía que ahora era una completa desconocida para
el muchacho. Así que se limitó a sentarse a su lado, en silencio. Pasado el
susto, comenzaron a hablar y el joven le confesó que había escuchado mil
historias sobre anjanas en aquellos bosques pero que era la primera vez que se
encontraba con una. Entonces Náyade no pudo contenerse más. Rompió a llorar y
entre hipos le reveló que ella era María y le contó toda la verdad: lo que
sentía por él, la maldición que pesaba sobre las anjanas si se enamoraban y el temor
que le había hecho alejarse de él. Pedro escuchó en silencio toda la
explicación de Náyade. Se sentía defraudado, engañado, burlado… pero no le
recriminó nada. Su gran corazón y el amor que aún sentía por ella le impedía
hacerlo. Se levantó lentamente y sin mediar palabra se alejó de allí en
dirección a su casa.
Esa noche, Náyade apenas pudo conciliar el sueño. Necesitaba
que Pedro le perdonase todo el mal que le había hecho. Ahora ya entendía que su
lugar estaba junto a él y que estaba dispuesta a enfrentarse a cualquier
maldición que pudiera caer sobre ellos, pero temía que él no quisiera ya saber
más de ella y no sabía cómo hacer para volver a llegar a su corazón. Al día
siguiente, volvió al mismo lugar. A su rincón secreto, donde habían pasado tantas
horas amándose en el pasado. Pero Pedro no estaba. Derrotada, Náyade se dejó
caer en el suelo, pensando que jamás volvería a verlo. Pasó unas horas entre
recuerdos que le hacían llorar, sintiéndose más desgraciada que nunca y
pensando que en el fondo se lo tenía bien merecido, por haber hecho las cosas
tan mal desde el principio. Cuando se levantó y se disponía a marcharse,
escuchó unos ruidos entre la maleza y al mirar en esa dirección vio cómo Pedro
se dirigía hacia ella.
El joven había sabido comprender al hada y a pesar de que en
un primer momento había pensado en alejarse de ella para siempre, al final se
había dado cuenta de que el amor que había entre ellos era superior a todo el
mal que tantas mentiras habían producido en su corazón. Deseaba estar con ella
para siempre y también él estaba dispuesto a enfrentarse a cualquier mal que
pudiera acecharles. Entonces le contó que había pasado la noche anterior
buscando una solución a sus problemas y creía haberla encontrado. Así, tomando
a Náyade de la mano, le preguntó si estaría dispuesta a renunciar a todo e irse
con él para siempre.
La anjana no tenía dudas. Quería estar junto a él más que
nada en el mundo y así se lo hizo saber. Pedro le explicó que había invocado al
poder de las hadas supremas y ellas, tras escuchar la emotiva historia de los
dos jóvenes, habían decidido ayudarles. Quizá había una manera de estar juntos
y evitar que cayese sobre ellos la maldición y era acudiendo la primera noche
de luna llena a la Gruta
del Oro, bajo el Manantial Transparente, y en el instante en que el primer rayo
de luna cayera sobre las rocas del manantial, Náyade debería posar bajo él su
varita y renunciar a su esencia como anjana para siempre. Perdería todos sus
poderes y pasaría a ser una humana como Pedro. Jamás volvería a ver a sus
compañeras, ni su hogar, y deberían irse del bosque, lo más lejos posible,
confiando en haber dejado atrás la maldición y sin tener jamás la certeza de
haberlo logrado.
Así lo hicieron la primera noche de luna llena. Náyade se
convirtió en María para no volver jamás a ser una anjana y junto con Pedro
desapareció del bosque para siempre.
Nadie sabe qué fue de ellos, si lograron librarse de la
maldición o, por el contrario, ésta les persiguió y les hizo infelices, pero cuenta
la leyenda que durante las madrugadas otoñales a veces puede verse la varita
cristalizada de Náyade en el fondo del manantial, custodiando todos los poderes
que ésta le confería y que solo podrían ser transmitidos a un descendiente
directo de Pedro y Náyade.
Anjana y su abuela habían llegado al final de su recorrido
por el bosque, al lugar donde se encontraba el secreto que la mujer quería
mostrar a la niña. Ésta, por su parte, había escuchado con la máxima atención y
sin interrumpir ni un momento toda la historia que le había ido relatando su
abuela, quien ahora le señalaba con solemnidad el punto exacto del manantial
donde según la leyenda podía verse la varita.
La niña se acercó al borde del agua y estiró su manita para
rozar la superficie del mismo con la punta de los dedos y en ese instante, el
fondo se iluminó dejando ver claramente la varita cristalizada que empezó a
desprender destellos que parecían dirigirse directamente hacia la superficie, a
los dedos de la pequeña.
Ambas, abuela y nieta, miraban maravilladas el hermoso
espectáculo que el manantial les estaba brindando. La primera, sabedora de que
se estaba produciendo un momento histórico en el bosque, algo esperado durante
años. Lágrimas de emoción, de nostalgia y de recuerdos se agolpaban en sus
ojos. Por su parte, la niña, en cuyo interior habrían de acumularse en adelante
los grandes poderes a los que en su día renunció su abuela por amor, miró a María
y entonces supo que Náyade y Pedro habían logrado esquivar la maldición, estar
juntos, formar una familia y ser felices para siempre.