martes, 15 de septiembre de 2015

RAÍCES

Hoy día 15 de septiembre los cántabros, o montañeses como nos llamaban hace años, celebramos la fiesta de la Bien Aparecida, patrona de nuestra Comunidad Autónoma. En homenaje a este día, me gustaría compartir este artículo que escribí para la revista Sede dedicada a la Tierra. Se titula "Raíces" porque me siento muy orgullosa de las mías.



Siempre he escuchado decir a mi madre que solo envejece quien quiere y que lo que se arruga y desgasta es la parte física, nunca el espíritu. Ella está convencida de que se puede llegar a los noventa años con el ánimo e ilusión de una persona de veinte, puesto que solo es cuestión de voluntad. Bueno... de voluntad y de suerte, le corrijo yo. Creo que tiene buena parte de razón, pero que no solo depende de uno mismo, sino también de los golpes que pueda depararle el destino. Pero, aunque nos neguemos a envejecer y nos empeñemos en mantener el espíritu joven, con el paso de los años vamos cambiando de parecer y hay una serie de señales que nos indican sin lugar a dudas que nos estamos haciendo "mayores" (lo pondré entrecomillado para que no se ofenda nadie).

Una de esas señales es que poco a poco vamos perdiendo el pudor en muchos aspectos. En la adolescencia muchas veces nos llenamos de complejos absurdos y la timidez nos impide mostrarnos tal cual somos. Ese estado nos dura bastante tiempo. Nos preocupa el qué dirán, tenemos mil prejuicios hacia los demás e incluso hacia nosotros mismos. Y nos privamos de cosas que nos gustaría hacer simplemente por el temor a que no sea aceptado por los que nos rodean. A medida que pasa el tiempo y nos percatamos de la velocidad a la que lo hace, empezamos a darnos cuenta de que la vida no es tan larga como debiera y que estamos perdiendo un tiempo que no nos sobra para nada. De ahí que nos desinhibamos y que empiece a darnos igual lo que piensen o digan de uno. Buscamos una felicidad que nunca es completa y disfrutamos a sorbitos. Y esos sorbitos, cuanto mayores vamos siendo, más deliciosos nos resultan.

Otra señal inequívoca de que ya no somos tan niños es cuando comprobamos día a día que la mayoría de los actores, deportistas y personajes varios del mundo de la televisión son más jóvenes que nosotros mismos. ¡¡Y qué mal sienta eso, joder!! Encima de que son más guapos, más ricos y triunfan en todo, ENCIMA, son más jóvenes y tienen toda la vida por delante para seguir disfrutando. Entonces echas la vista atrás y recuerdas cuando veías con tu padre los partidos de fútbol de los domingos y los futbolistas te parecían muuuuuy mayores para ti (aunque los veías muy guapos y te enamorabas de alguno platónicamente). Pasado el tiempo, igual ya no te gusta el fútbol aunque sí te siguen gustando los futbolistas. Eso sí, ya no piensas que son muy mayores para ti. Más bien te regañas llamándote a ti misma asaltacunas. ¿Tanto tiempo ha pasado desde que veía los partidos con mi padre? Te parece increíble.

No sé si a todos nos pasa igual, pero yo también he observado que con el paso del tiempo, las personas ancianas cada vez me producen más ternura. Intuyo que es otro efecto de ir cumpliendo años. Cuando somos niños, nos parece que jamás vamos a envejecer o que como mínimo, eso nos queda muy lejos.

Y a mi parecer, la mayor señal de todas de que nos hacemos mayores es que sentimos cada vez más arraigo a lo nuestro, a nuestra tierra. A nuestra TIERRA en sentido amplio. Nuestras costumbres, nuestras tradiciones, nuestro folclore, nuestros símbolos. Es como si quisiéramos aferrarnos a esta vida que ya somos conscientes de que no va a ser eterna ni tan larga como nos gustaría. Y al igual que un árbol echa raíces profundas para nutrirse de la tierra y sobrevivir, nosotros nos afianzamos también a nuestras raíces, aunque sea en sentido figurado.

No sé. Igual solo me pasa a mí. Pero recuerdo cuando era niña y estábamos en Fiestas que me resultaba un tostón tragarme la actuación de la Agrupación de Danzas de No Sé Qué Pueblo de Allá Arriba con mis padres, esperando a que terminasen de cantar o bailar o ambas cosas para que me llevasen a subir a los cachivaches. Y me preguntaba cómo era posible que les gustase eso, desesperada, mirando un reloj cuya aguja parecía no avanzar. ¿Qué ha cambiado en mi vida, o en mis gustos, para que ahora me entre esa especie de emoción cuando escucho el pito y el tambor, por ejemplo? No sé qué es pero algo se me remueve por dentro. Y yo lo achaco a que me siento más cántabra con el paso de los años.

Me sucede con todo lo que tiene que ver con esta tierra. O mejor dicho, tierruca. Porque también reivindico ese modo de hablar tan peculiar que tenemos los cántabros. Esa terminación en -uco, -uca, que de niños puede resultarnos hasta ridícula y que yo no recuerdo utilizar entonces tan comúnmente como lo hago ahora. Me involucro más en las costumbres, me intereso más por las fiestas populares, algunas ancestrales, como La Vijanera, por ejemplo. Me intereso cada vez más por la historia de nuestro pueblo. El último al que conquistaron los romanos, por cierto. ¡Y bien que les costó! Me enorgullezco de nuestros paisanos célebres en todos los ámbitos: Arte, deporte, literatura... Aunque reconozco haber sufrido lo indecible hace años cuando en el instituto me obligaron a leer "Peñas Arriba" de Jose María de Pereda. Ufff... tanta descripción de nuestros preciosos paisajes verdes terminó por desesperarme en su momento. Cierto es que tenía entonces quince o dieciséis años y a esa edad aún no hemos echado las raíces que comentaba al principio y somos incapaces de valorar muchas cosas. 

Sucede con todo.  Nuestra gastronomía, por ejemplo. ¿Qué cántabro no ha viajado con la maleta llena de sobaos para obsequiar a alguien? O quien dice sobaos dice quesadas o anchoas. Al más puro estilo Revilla, vamos. Y porque no podemos llevar un cocido lebaniego o montañés, que si no... Y el alarde que hacemos de nuestra riqueza paisajística. De nuestros valles tan verdes con las "pindias" cuestas que los pasiegos saltan manteniendo tan antigua tradición. Nuestras preciosas playas, modeladas por un mar que si bien no llega a océano no por ello es menos bravo. Nuestra amplia variedad de árboles singulares. Y qué decir de tantos pueblos bellos, imposibles de enumerar en un solo texto. Me vienen a la cabeza algunos tan significativos como Santillana del Mar, Comillas, Liérganes, Carmona... ¡POTES! Mi debilidad, que para llegar a él hay que atravesar el desfiladero de La Hermida y que, aunque pases mil veces, las mil te deja boquiabierto.

No lo puedo negar. Mi tierra me tira cada vez más. O como diría el mismo carismático presidente de la Comunidad que ya nombré anteriormente, "Cantabria me pone". Frase que se ha puesto de moda y que pasa a engrosar la amplia lista de "palabrucas" o expresiones cántabras que hemos ido acumulando a lo largo de los años. Por eso, tras pasar una temporada fuera de mi tierra disfrutando del sol que a menudo nos falta, vuelvo con "sincio" de lluvia fresquita y a veces hasta estoy deseando "cogerme una chupa" en un "prao" y acabar hecha un "bardal".

La tierra me tira. Mi tierra. Mi tierruca.



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